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Por: Carlos Horacio Reyes Ibarra

Taurinamente hablando, 2016 ha sido un año atípico, marcado por infinidad de circunstancias y sucesos que vale la pena repasar, puesto que están sugiriendo una lectura que puede ser harto provechosa, incluso si las conclusiones no resultaran especialmente gratas.

Como es proverbial en tauromaquia, al lado de los triunfos esperanzadores está la sangre derramada. Tres defunciones de toreros tan divergentes entre sí como ordena la ley de la fiesta: un incipiente aspirante –el bisoño novillero Renato Motta–, un veterano de estrambótico y contradictorio historial –Rodolfo Rodríguez “El Pana”—y un matador joven, en lucha contra las resistencias del medio –Víctor Barrio–. Peruano, Mexicano y Español. Como esta columna se refirió en su momento a tan deplorables casos, no insistiré en el sentido que encierran. Pero es evidente que ponen un toque algo más que luctuoso en este insólito 2016.

La revolución silenciosa. En el extremo opuesto, debe constatarse la evolución del arte de torear, promovida por un puñado de jóvenes deseosos de superar usos y costumbres aprendidos para explorar y explotar audazmente el terreno de la creatividad personal. Para ello, sin embargo, han hurgado primero, con atención y cuidado, en el rico arcón de la tauromaquia del siglo XX, así sea con la intención de barajarla de una manera nueva. Con expresión y combinatoria propias. Sobre todo en el primer tercio.

Porque muleta en mano, la búsqueda de más anchos horizontes, con la sorpresa de atraer lo distinto como preocupación básica, ha llevado a los más decididos a improvisar, crear, mezclar suertes y remates, inclusive recreando lo conocido –y en esto se asemejan capote y muleta—pero llevándolo a otra dimensión estética, lo más cercana posible al pitón.

Claro está que el movimiento descrito –fácilmente constatable cualquier tarde de toros, ya se trate de corrida o de novillada–, no necesariamente afecta a todo el escalafón. Los guardianes del clasicismo, con Morante a la cabeza, siguen imperturbables a lo suyo. Por fortuna. Pues su persistencia, lejos de desmentir la clara tendencia  evolutiva, ofrece un contraste que abrillanta y estimula ambas manifestaciones del arte, y por tanto es de desear permanezca, a condición, claro, de mantener las cotas que a menudo vemos brillar en artistas como el de la Puebla, Curro Díaz, Diego Urdiales o David Mora.

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Respuesta del público. ¿Están los públicos actuales lo suficientemente preparados para captar y aquilatar la comentada evolución con la sensibilidad propia del aficionado de antaño? Temo que la respuesta sea un no rotundo, alentado en gran medida por las inercias provenientes de un conjunto de cronistas, críticos y comentaristas que, anclados en una narrativa tecnicista y rutinaria, influyen en la fría respuesta de la grada, agravada –y agraviada—por la rigorista actitud de los jueces que presiden el festejo y que encuentran enaltecedor frenar los entusiasmos de la masa midiendo al máximo el otorgamiento de apéndices. Puede que esto no sea extensivo a las plazas de importancia menor, excesivamente pródigas desde siempre, pero ocurre por sistema en las de primera y, especialmente, en corridas televisadas.

De modo que el espectador ha abandonado la pasión por la mera observación, y la respuesta espontánea por la contención pseudocrítica, al grado de trocar cuanto de luminoso y festivo tenía el ambiente de los cosos taurinos al introspectivo y taciturno de las funciones teatrales o las salas de concierto. Es curioso que los mismos espectadores que actualmente adoptan esta actitud contemplativa en los toros, encuentren razones para la algarabía y la expansión más ruidosas en los estadios deportivos y los espectáculos de música popular, aclamando con delirio fanático a sus equipos o “artistas” favoritos, al extremo de pasar por alto sin el menor escrúpulo las pifias y yerros en que con frecuencia tales ídolos incurren. Condescendencia ciega que niegan al enganchón accidental del engaño o al menor error de colocación en la estocada de un torero. O inclusive a la ejecución más impecable del toreo, si les parece que el animal que tiene enfrente no responde con el brío y la continuidad exigibles.

Muchas veces me pregunto si la revolución belmonista –pórtico técnico, estético y emocional del Siglo de Oro del toreo– habría podido ser captada y enfatizada en toda su dimensión de haber pasado por el pedante tamiz de la crítica y los públicos actuales. Y haber contado las empresas taurinas de entonces con el poder dictatorial que distingue a las del siglo XXI. Sin olvidar la postura de la autoridad política, con sus famosos y desfasados pliegos y sus amenazas de referéndum claramente tendientes a liquidar, demagogia pura, lo que queda de la fiesta de toros. Paradójicamente, justo cuando más promisorio adviene su horizonte artístico.

El caso mexicano. Si eso pasa en España –e incluso en Francia, cuyo gobierno acaba de desdecirse de la corrida como patrimonio cultural inmaterial de aquella nación–, el panorama en nuestro país es en todo punto desolador. Porque aquí, la autorregulación neoliberal primero expulsó  a la gente de sus plazas a golpe de timos, enseguida liquidó las novilladas –es decir, la savia nueva del toreo–, mientras los medios, sensibles al desinterés popular resultante, reducían al mínimo sus espacios dedicados a la fiesta hasta abocarlos a la desaparición que ya se avizora.

Agregue usted la calamidad del post toro de lidia mexicano y tendrá completo el cuadro del desastre. Por más que la actitud de políticos oportunistas y redistas sociales taurofóbicos prometa un  futuro al lado del cual la precaria realidad actual va a parecernos jauja.

Y sin embargo… Y sin embargo, el aficionado cabal posee en su naturaleza ese ingrediente invencible que se resiste a sucumbir a las peores evidencias. Y que va a aferrarse a una esperanza que nunca será la última, mucho menos si viene integrada por un elenco de grandes toreros. Uno puede empezar el recuento por Andalucía –y entonces Morante—o por Madrid –El Juli, José Tomás—o Extremadura –es decir, por Talavante y Perera—, o puede que apunte a Francia –donde reina Castella—o hacia el otro lado del mundo –por ejemplo México, con los hermanos José y Luis David Adame—o el Perú –con el inconmensurable Roca Rey, a quien no se le adivina techo.

Y partiendo de ahí, ¿por qué no pensar en la recuperación del toro como algo perfectamente viable? Si el actual ya se parece más, en su comportamiento, a los de los felices 60 o los gloriosos 70, ya que no a las bestias sin pulir que regularmente enfrentaban Gaona-Gallito-Belmonte, ni a los temibles morlacos que, mal de su grado, tuvieron que ceder a las muletas imperiosas e imperiales de Armillita y Ortega, pero sí al graciliano aquel de Chicuelo en Madrid –o al sanmateo que bordó en el Toreo de la Condesa–, y a los de Llaguno, Tlaxcala, La Punta y Pastejé que inundaron de encastada bravura la Época de Oro del toreo mexicano. España está señalando el camino, y en nuestro país hay genes que, bien aprovechados, mezclados y amasados, serían capaces de revertir la crisis bovina actual.

Y por qué, ya encandilados por la luz al final del túnel, no seguir soñando despiertos. Y aspirar a que los taurinos de aquí, de allá y de acullá, apelando a ese fondo irreductible de amor por la fiesta que algunos deben conservar, puedan ponerse las pilas y repeler, con el irrebatible argumento de cuanto la fiesta atesora en arte y emoción, ética y estética, la ofensiva que amenaza con destruirla, para construir un futuro dorado. Como el que merecen trecientos años de historia y tres milenios de culto al toro, que es el animal más digno, bello y noble de la creación.

ROCA REY-LAS VENTAS-13-05-16-Foto Paloma aguilar
ROCA REY-LAS VENTAS-13-05-16-Foto Paloma aguilar

 

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