Por José Patiño 22 de mayo de 2019 Foto El País

Lo conocí en 2016 en la Plaza «Vicente Segura» de Pachuca, Hidalgo.

Recién alternativado unos meses antes, en septiembre de 2015, Andrés Roca Rey estaba en México, toreando en una ciudad cerca de mi lugar de residencia y decidí atestiguar la soberbia de su toreo, vista muchas veces en video.

Presentándose ante la afición Hidalguense, recuerdo que dio una firme vuelta al ruedo y paseó en su segundo una oreja, mientras José Guadalupe Adame Montoya salió a hombros.

Pero había algo en el peruano que guardaba duende, instinto y un imán peculiar: de verde manzana y oro, verlo en persona, a unos metros de mi asiento, representó un entendimiento intenso de la ejecución del toreo.

De una mente prodigiosa frente al toro, Andrés Roca Rey hacía que la piel se enchinara por la quietud y relajación de sus músculos, vistos a través del punto y el bordado dorado de su terno. Una manera de andar, de pararse, dominador del ruedo y de particular conexión con el tendido, que lo hacen ser torero de aquí y hasta allá. Un ejecutor del toreo de enciclopedia, plagada de autenticidad y firmeza.

Me embargó la emoción juvenil y brinqué por los asientos de barrera para alcanzarlo. Sonriente y afable, se tomo el tiempo para saludar y fotografiarse con un gran número de público que se volcó por el nuevo valor de la torería mundial. Había en su presencia una atisbo de esperanza: venía a reivindicar la verdad del toreo; venía a reivindicar la fe de los aficionados a esta actividad cultural humana.

Fue por esa tarde que el seguimiento de su carrera se convirtió en obligación. Con el privilegio de vivir en la época del nacimiento de una figura del toreo, sus actuaciones acotaron mis conversaciones; sus lesiones, el alimento de una preocupación lejana; sus triunfos, el refrendo de mi pasión por los toros. Andrés Roca Rey lograba despertar al niño que disfrutó junto a mi padre las muchas tardes de sol, en el tendido general de la Plaza de Toros México, durante los festejos de las Temporadas Grandes de otras épocas.

Pero ser aficionado a los toros tiene dos caminos: el del apasionamiento visceral; aquel que revienta la razón y convence al corazón de cosas que a veces fallan, no existen o rompen los cánones básicos de la tauromaquia y el camino de la «intelectualización» de lo que se ve en el ruedo, se respira en la plaza y alimenta los sentidos, moderando la pasión y encausándola a un disfrute de la Fiesta desde un ángulo de la responsabilidad como seguidor.

Elegí el segundo camino. Uno que me permite inundarme de sensaciones desde la observación minuciosa y el intento, a veces fútil, de desmenuzar los movimientos, razones y argumentos taurinos de los que han decidido jugarse la vida frente al toro.

Siempre desde la barrera de la admiración y el respeto, comencé a indagar y estudiar los motivadores de las sensaciones exacerbadas que puede causar el toreo en los seres humanos. Aquellas que ponen de acuerdo a propios y extraños de la Fiesta de los Toros a través de un pase, un momento, un segundo en el que las emociones surcan el aire desde la arena y hasta el pecho de los aficionados.

Andrés Roca Rey posee ese pasaporte al país de la emoción. Fijando sus zapatillas al piso, parece importarle poco o nada por dónde pasara el bovino. Confía tanto en su entendimiento del comportamiento del toro, en las condiciones de sus muñecas y de su mando que, en muchas, muchas ocasiones, atravesó el umbral de la inconsciencia para ponerse en el sitio en la que Física pierde sentido y fue arrollado, herido y alejado de los ruedos por la obligación del hule y los galenos.

Y justo en su tauromaquia eléctrica y peligrosa, que lo ha llevado a la gloria, se esconde su principal debilidad, exhibida en su primera actuación en Sevilla.

Adicto a la adrenalina, pero de una mente aún joven, Andrés Roca Rey parece necesitar inyectarse a sí mismo la hormona de la emoción al final de sus faenas, convirtiendo sus buenas maneras en momentos de peligro, electrizantes de pitones a rabo, pero sin fondo. Sin ese sentido reposado que tanto se agradece, valora y necesita en la torería.

Suerte constante en su repertorio, el esteta peruano, por fuerza, ha de pasarse a los toros por detrás, logrando el rugido de los aficionados pero sin llenar de un contenido de pureza los corazones de quienes lo siguen… lo seguimos.

Los saludos capoteros de compás abierto, manos suaves y firmeza de pies, se pierden entre la brusquedad que en ocasiones acompaña a sus finales de faena, cuando parecer acabarse a sí mismo y tener el vicio de recurrir a la electricidad ficticia, que bien podría lograr sin los recursos de los que abusa.

¿No pasó eso en Sevilla, durante su primera comparecencia?

Se puso los pitones en donde otros toreros no quieren saber nada más y toreó con su estilo propio, calando fuerte en el tendido, digital y físico de quienes seguimos la corrida. Las imágenes, repetidas una y otra vez, dan fe del valor sobrado en el que Andrés Roca Rey parece abandonarse en absoluto a su arte creador y desmaya cada músculo de su cuerpo una vez que ha fijado las zapatillas en el piso para correr la mano e intentar obligar a sus astados a bajar la cabeza tanto que podrían trazar un zurco en la arena. Pero a Sevilla no le encantó. Hubo una sectorización primero, mayoría después, que apretó fuerte al latino por la pobreza de limpieza que, a su juicio, mostró el coleta.

Jose Antonio Campuzano, apoderado del Matador, declaró en una entrevista que no hablaba mucho con su torero, porque éste entendía tanto a la Tauromaquia, que no requería de mayor diálogo con sus asesores.

Si la declaración obedece a la verdad, las noches posteriores al encuentro con la Maestranza y la fuerza que cobraron cientos de comentarios, debieron taladrar en solitario al Matador quién eligió el compromiso grande con su profesión, con la afición y con su honra y verdad torera.

En su segunda tarde, cuesta arriba por la anterior, salió a ponerse en el mismo sitio, a jugarse la vida como en todas, con su verdad, su afición, su entrega, su valor sobrado, seco, firme, pero con un pequeño cambio, que lo cambió todo: las muñecas, las manos, los dedos.

Toreó distinto: reposado, único, calmo, suave, terso, elegante, sin electricidad artificial, confiando en la energía que emana por sí mismo, por ser torero, por vestirse de oro para jugarse la vida. Se vació íntegro y reventó Sevilla. Calló bocas, enamoró de nuevo. Reivindicó su sitio, lo reclamó para él.

Andrés Roca Rey se catapultó otra vez por encima de su propio concepto y demostró la convicción que tiene en sí mismo y en su papel en la historia del toreo, amoldándose a los requisitos de una Plaza referencia mundial y puso a todos de acuerdo.

Por ello su cita con Las Ventas del 22 de mayo de 2019 no podía estar menos cargada de importancia; de relevancia para la torería mundial. Tras los triunfos de Pablo Aguado en Sevilla y Valladolid, volteando los reflectores para verlo y sorprender al mundo, más la Luna de Miel que vivió en su comparecencia con la exigente y a veces intransigente afición madrileña, para Roca Rey Valdés liarse el capote de paseo y partir el ruedo en dos para salir a rendirse al toro de la capital española, era una apuesta que si perdía no le quitaría su sitio de figura, pero sí podría comenzar a arar el camino de la variedad entre su juventud y la de Aguado, como dos referentes de esta década en la Tauromaquia Universal. Y no quiso compartir el pedestal.

Reventó a Madrid. Calado, operado y cocido, salió a entregar las credenciales en la primera que colgó el cartel de «No hay billetes» de la Feria de San Isidro y consiguió unificar los criterios de muchos en cuanto a la entrega taurina que tiene para dar y recibir.

Su aire de fuerza y pasión desmedida por torear, llegaron al Rey, al tendido, a la enfermería y a la presidencia de la Plaza para abrir de par en par la Puerta del Príncipe, en una apocalíptica y exultante salida en hombros que casi echan en tierra el cuerpo mullido y abierto de carnes del andino.

No fue el Andrés de su primera tarde sevillana, no fue el Roca de la segunda, en la que coció a la tela el hocico de su toro, pero sí fue el Rey para detener el tiempo de la brusca embestida de su colaborador y lograr el temple y el tesón que necesitó para dominar de nuevo al mundo y meterse en la boca y en el corazón de todos.

¿Qué nos espera a los aficionados, por parte de Roca Rey?

Me vienen a la mente los ojos del diestro, muy diferentes a la primera vez que los vi en Pachuca. Lo recuerdo entrando al Patio de Cuadrillas en su última visita a la Plaza de Toros de Provincia Juriquilla. Ya no sonríe. No mira. Clava sus pensamientos en el aserrín que reviste el cemento. No saluda. Parece molestarse si alguien se le acerca. Se peina con la mano los cabellos que le cubren la frente. Se ha vuelto hosco. Se concentra y pierde la vista mientras mueve las rodillas. Ya no es el chaval recién doctorado. Es un Torero, Figura del Toreo y en cada movimiento de sus hombros, como queriéndose acomodar las hombreras que parecen molestarse, no dejo de pensar que se quiere sacudir la responsabilidad de tener la Fiesta a cuestas. Mira el interior de la Montera y se queda ahí, se pierde en sus iniciales bordadas en negro. ¿Qué pensará? Se lía el Capote de Paseo, lento. Al terminar, mira hacía el tendido. Sus ojos se abren, sus pupilas se expanden, sus músculos se tensan. Impone, y en silencio, todos nos retiramos para dejarle pasar. Pienso que ya no solo en Juriquilla; en la Tauromaquia Universal, Andrés Roca Rey Valdés está dejando una huella indeleble al andar.

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