El día que se iba a morir, Palomo ya había aceptado esa desgracia. Sebastián aceptó un imperativo, y lo hizo de tal forma que se despidió a su forma, de tío y de torero, de cada persona querida. Sabía qué toro iba torear, grande, largo, feo, oscuro. En la plaza más exigente. Hombre roto a cornadas, salió de ellas más vivo cada vez. Cada litro de sangre que su cuerpo dejó en la arena se vampirizaba heroicamente hasta multiplicarse en sus venas. Como en esas transfusiones de juventud y vitalidad de los cuentos de héroes y castillos y dragones, de cada herida salía un Palomo más vivo y fuerte. Si alguien dignificó la vitalidad del hombre como torero o del torero como hombre, ése ha sido Sebastián Palomo Linares.

Lo comunicó a unos pocos, con un vaso de vino de calidad en la mano, la sonrisa abierta a compás de una felicidad que desde hace unos años le había quitado todas las cornadas del cuerpo, toda la hiel que tiene una vida fuerte y densa. No vi, en los últimos años, a nadie más libre ahora. Un Palomo sin cercas ni jaulas que arañaba la tierra y el cielo defendiendo esta cosa de locos que es el toreo. Un animal salvaje y natural sin bocado de doma, al galope siempre que se necesitara, al paso o detenido cuando el sentimiento de la grandeza de años pasados demandara.

Le daba igual si había vida tras la muerte, pero lo que de verdad le ocupaba era morir sin haber vivido. Esa coherencia es el mensaje popular del concepto de valentía. Palomo fue un valiente. Subido a esa gigantesca montaña rusa que es amar a la edad del otoño, sintió el vértigo de esas alturas y esas nubes de felicidad humana, y aprendió que vivir es aceptar que uno debe de aceptar todo, todo, para seguir viviendo. Aceptar todo es aceptar morirse. Hay que tener güevos.

Me tengo que operar del corazón. Seis horas abierto en canal. Para poder vivir quizá. Y en ese quizá que es el toreo, moneda al aire de un cielo que nadie domina, se fue para adentro, al hule. Otra vez. A pelear libre por su vida. Decidido. Fiel a lo que fue desde que emigró hasta Vista Alegre a eso de la Oportunidad. No se llevó al quirófano otra cosa que un puñado pequeño de gran esperanza. Todo lo que le quisieron quitar: rabo de Madrid, éxitos, glorias,… todo el desprecio de tantos que ahora mismo lo alaban, ya no contaba. Peor para ellos, decía. El público y el toro fueron quienes me dieron o me quitaron. El toro y el público son la historia y el único juez.

Zapatero, actor, pintor expresionista, actor, ganadero,… Hombre del pueblo y para el pueblo, torero para una ética popular profunda, culta, pues el arte más culto es el que mejor cala en tanta gente. Arrastró masas de sol y se codeó con élite de cultura internacional como ninguno. Fue pueblo. España por todos los poros de su piel. Ese arte de élites impostadas, ese arte supuesto para minorías supuestamente excelsas, no es arte sino cripta y jeroglífico en latín. Y el toreo se dice para todos o no es toreo, como el arte.

Palomo, junto a Francis Ford Coppola y Alberto Lopera I MUNDOTOROlinea-punteada-firma1

Un día le dijo a Francis Ford Coppola, un artista del cine inigualable, que no. Se lo dijo en El Palomar, esa casa en la que nadie creía, allí arriba en un cerro que fue nido de ametralladoras de la Guerra incivil del 36. No iba a hacer una película sobre toros con él. Que no. Que él no paraba seis u ocho meses para hacer cine. Uno de pueblo, a Coppola. Que no. Ésa era la lealtad del maestro para con el toreo. Porque Palomo es clave a la hora de expresar conceptos como entrega, lealtad al toreo, respeto, afición, afición.

La última vez que nos vimos, hace tan poco que uno cree que la muerte es algo que sucede días después de que llegue, era feliz. Feliz por decidir que se la iba a jugar de nuevo, porque la vida merecía la pena vivirla con plenitud, con vitalidad. Estaba en esa etapa de adolecescencia que consiste en acumular veteranía en la vida, como si uno tuviera 18 años. La mejor forma de amar, posiblemente. Querría volver a tener veinte años, me dijo. Yo creo que se murió con dieciocho. Porque su vida fue siempre un viaje, el que hizo a pie desde su pueblo andaluz de olivos y suelas de zapatos de posguerra, hasta el oro del éxito. Ese viaje jamás terminó. Ni siquiera ahora.

Ha sido, y es y será un animal natural. Un animal torero. Un ser humano torero. Libre de culpa alguna, liberado de las iras de los enemigos, abrazado a la felicidad de un presente de pinceles, colores, amigos, vino y vida. Embriagado por saber amar cuando todos dicen que, a cierta edad, eso es de necios. Ha muerto libre. Del cara o cruz del quirófano, la moneda al aire se transformó y cayó a la arena, de cara, un libro abierto por una página que dice: ‘Ha muerto un torero…’

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *