SEMANÁLISIS. Horacio Reiba.- La perfección no existe

La emotividad, la belleza, el suspenso que encerró en su devenir el partido que el Barcelona fue a ganarle al Madrid a Chamartín hace una semana desató una muy justificada euforia en quienes lo presenciaron con mirada limpia y corazón palpitante. Se trató de una de esas raras ocasiones en que el futbol de ataque se impone de manera rotunda al defensivo, justo cuando es más cierto que nunca que los progresos técnicos de este deporte alcanzan su registro más elevado precisamente en las tareas de destrucción del juego rival y la protección a ultranza de la meta propia. Que el Real Madrid, jugando con diez tras la expulsión de Ramos, continuara yendo hacia adelante, con la portería de Ter Stegen como objetivo central, y que la gente de Luis Enrique siguiera tocando en corto y en largo en busca de caminos hacia la meta rival, dicen a las claras lo que fue ese partido: un impagable cúmulo de emociones y una auténtica gozoda, algo que poquísimas veces puede decirse de un evento deportivo, cualquiera de ellos, puesto que todos están pensados para rivalizar y competir a cualquier precio.

Messi al máximo. En medio de aquel despliegue de energía e inspiración colectivas descolló nítidamente la figura de Lionel Messi. No solamente decidió por su cuenta el destino del encuentro, con ardor de guerrero y precisión de cirujano. Adicionalmente, nos hizo sentir a menudo ese temblor íntimo que experimentamos cuando algo sobrehumano, algo que no parece de este mundo, de pronto nos roza. De ahí a decir cosas inusuales no hay más que un suspiro. Y han sido muchas las voces que proclamaron a Lio no ya “el mejor de la historia”, sino la perfección misma.

Hay en esta exaltación desmesurada la explicable nublazón de la conciencia cuando cede por completo a la euforia. En un primer momento es comprensible. Luego pasan los días, las aguas se van remansando y la perspectiva nos hace ver las cosas con mayor realismo. Y la realidad nos dirá entonces que ese mismo jugador excepcional, apenas unos días atrás, recibía acres críticas –incluso de sus mayores idólatras–, cuando encarnó la impotencia y el desamparo, junto con sus compañeros coprotagonistas de la gesta del Bernabéu, en el 0-0 del Camp Nou que significó la eliminación del Barsa de la Champions League por obra de un inconmovible Juventus. Paralelamente, Cristiano Ronaldo, uno de los pocos puntos flojos de la noche inolvidable del último clásico, venía de erigirse en héroe indiscutible en la victoria merengue que eliminó al poderoso Bayern en el propio estadio madrileño.

Tan cierto lo uno como lo otro. Las cosas son así, y no como las imaginamos. O como quisiéramos que fuesen. La perfección nada tiene que ver con la condición humana, con las obras humanas, con los espejismos de la mente humana. Ni Messi es ese ente omnipotente que creímos ver levitar sobre la grama del Bernabéu, mover e inspirar a su equipo, dibujar dos goles modélicos, desquiciantes, hermosísimos para resolver el memorable choque (2-3). Ni Cristiano el monstruo que devoró de cinco tajadas a uno de los gallos europeos –Bayern Múnich– de canto más estremecedor.

Que nadie los toque. Tampoco eran en forma alguna infalibles mitos inmortales como Pelé, Maradona, Di Stéfano, Cruyff, que hoy lo ven y contemplan todo desde sus nichos inaccesibles. Y que, al lado del cúmulo de prodigios que les atribuye la leyenda, tenían también sus días malos, de equivocar servicios o remates fáciles, errar penales, desesperarse o inhibirse en medio de partidos importantes. Ocurre, simplemente, que ésos, presentes y pasados, que gozan de justa fama porque sus aciertos rebasaron con mucho sus errores, y la fuerza de su talento y de su personalidad terminó –y termina—predominando, son todos seres humanos, y como tales, perfectamente falibles.

Porque la perfección humana no existe ni existirá jamás. Por fortuna.

¡Gol del Conejo! Gracias a que no existe la perfección puede abrirse paso lo inesperado, lo prodigioso, lo que le pone color y sabor a la vida. ¿Quién hubiera supuesto que Oscar Pérez, con sus 44 años y ese tipo desfachatado que, para su bien y el nuestro, lo acompañará siempre en el imaginario colectivo, iba a llegarse desde su portería para marcar un gol en tiempo de descuento? Ocurrió este sábado, 29 de abril de 2017, en el estadio Miguel Hidalgo de Pachuca. 90+4´, dirán las crónicas: córner contra el Cruz Azul, que gana 1-2 en ese momento; lanzamiento desde la derecha por Urretavizcaya, con comba favorable al rematador; Jesús Corona se queda atorado sobre la raya, la defensa cruzazulina no reacciona, y El Conejo, de verde pasto vestido, salta traviesamente y en su intento de cabecear remata ¡con el hombro izquierdo!: es un rayo que se cuela por el ángulo superior izquierdo haciendo inútil el extemporáneo vuelo de Corona. El empate a dos le permite al Pachuca seguir soñando con la liguilla. Cruz Azul, una vez más, está eliminado. Pero lo relevante, lo histórico, es que Oscar Pérez Rojas, natural de Zapotlán de Juárez (01.02.73), acaba de anotar por tercera vez en su historia jugando de portero: lo hizo en la Sub 23 contra Corea del Sur, luego con el Cruz Azul y ahora con el Pachuca.

Y es el único profesional que permanece activo de los que ganaron el último título de liguilla con el Cruz Azul, en el cada día más lejano Invierno de 1997.

La emoción está abajo. Es tan parejo y competido el futbol mexicano –lo dicen y repiten a manera de elogio los telemerolicos–, que lo de menos es quienes califiquen para la liguilla y lo de más –incluso por razones económicas– quien cae a la ciénaga de Primera A. Salvado el Puebla –que, ojo, partirá con clara desventaja para la próxima carrera de tortugas–, y rondando la final del ascenso los aguerridos Lobos BUAP, la marea, que el Tiburón aprovechó para salvarse, está llegándole al cuello al Jaguar chiapaneco, cuyo público no encontró mejor forma de alentarlo que invadiendo absurdamente el terreno de juego de su estadio en plano partido contra Santos (2-2). Con ese puntito, el hermanastro sureño de la Franja alcanzó 114 puntos y pasa a ocupar el furgón de cola, dramáticamente rebasado por Morelia, que tiene 115 luego de barrer 4-0 –triplete del peruano Ruidíaz– a unos Pumas con la defensa y el arquero en estado catatónico. La víspera, Veracruz (117), con solitario gol anotado al cuarto de hora por Egidio Arévalo, había dado cuenta en el puerto de un Monterrey que, líder y todo, jugó basura. Por diferencia de goles (-38 contra -50 de Chiapas) puede considerarse a salvo.

Si Morelia rescata algún puntito en su visita a los Regios y, simultáneamente, los Jaguares no fuesen capaces de vencer al Atlas en el Jalisco, el equipo chiapaneco desciende. Como es bien sabido, Jaguares y Puebla pertenecen a la misma familia. Tales para cuales.

Pachuca, Concachampion. A media semana, con un plantel cuyo precio no llega a la mitad del de Tigres, al que venció por 1 a 0 (2-1 en el global), Pachuca conquistó en casa su quinto título de clubes de la Concacaf. Como en tantos casos recientes, el único tanto registrado –de Franco Jara (83´)—contó con la colaboración del portero de enfrente, Nahuel Guzmán, incapaz de retener un tiro lejano del Chuky Lozano, que con sus gambetas había provocado ya la expulsión de Guido Pizarro, dejando a los de Ferretti en inferioridad. Eso sería lo más destacado de un encuentro peleado, sí, pero que evidencio la baja forma de ambos conjuntos. Una final, pues, que para hacer felices solamente a los que se aprendieron en la biblia apócrifa que las finales hay que ganarlas sin importar cómo.

Con esta son ya cinco las victorias de los Tuzos en el devaluado torneo regional –hasta el Cruz Azul lo ganó hace no tanto–, del que todo mundo afirma que es “muy importante” porque da acceso automático al mundialito de clubes, cuando es costumbre sólidamente implantada que los equipos aztecas hagan allí el papelón. Pero la publicidad manda, y hay que decir y repetir que se trata de un grandísimo logro. Como para preferirlo a la Libertadores sin pestañear.

 

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