Por: Carlos Horacio Reyes Ibarra

Estamos José Luis Ibarra Mazari y yo en el burladero de la radio, preparándonos para narrar la corrida más redondamente triunfal de las últimas décadas del siglo XX en Puebla, y sin duda la mejor jamás habida en El Relicario, esta plaza pequeña, favorecedora de incomodidades y apreturas sin cuento, sobre todo cuando afluyen multitudes como la que hoy la llena por completo. Inaugurada hace apenas dos años, ideada, erigida y tutelada por José Ángel López Lima, ha dado desde entonces casi tantos festejos como los que viera nuestro añorado Toreo de Puebla en sus últimos lustros de progresiva decadencia.

Acabo de entrevistar brevemente, en el patio de cuadrillas, a Eloy Cavazos (vino y oro), Manolo Arruza (plomo y oro) y Miguel Espinosa (azul rey y oro) –sonriente el regiomontano, amable el capitalino y lacónico el aguascalentense–, y crucé saludos con Pepe Huerta, el ganadero de esta tarde. Cartel redondo y encierro de garantías, muy bien presentado dentro de las hechuras –bajos de agujas y nada exagerados de cuerna—de los sanmateos tlaxcaltecas que llevan el hierro de don Reyes Huerta Ortega, heredado, con su divisa carmín, rojo y blanco, a sus hijos Reyes y José María Arturo, que es quien está a cargo de la vacada. Jura y perjura Pepe que sus toros “sí tienen palabra de honor”.

Ibarra Mazari. Me detengo en la evocación de quien gustaba firmar sus columnas fundiendo en uno solo los dos nombres con los que fue bautizado: Joseluis. No basta con recordar que Ibarra Mazari ha sido, con su voz inconfundible, una institución en la radio local –lo sigue siendo, a 15 años de su desaparición física, gracias a docenas de “Balcones” grabados y cotidianamente difundidos, los cuales son un impagable compendio de cultura popular y social encapsulados en tres minutos de humor y poblanía–; y no basta porque Ibarra fue, a lo largo de sus 73 años de vida, un personaje rigurosamente irrepetible. Destripado de secundaria, aspirante a torero, actor en el Teatro Universitario fundado y dirigido por su hermano Nacho, locutor con licencia a los 20 años de edad, su vastísimo saber autodidacta alcanzaba por igual a Brahms y Beethoven que a Silverio Pérez o los corridos y sones huastecos de Nicandro Castillo; y a Oscar Wilde o García Márquez tanto como a Armilla, Garza o Arruza. Fue admirador fervoroso de Juan José Arreola, Pilar Rioja, Carlos Gardel y Paco Camino. Se inventó, a base de discos prestados, el primer programa de música clásica que hubo en Puebla. Nunca viajó al extranjero, ni falta que le hizo. Y aquí estamos, micrófono en mano, esperando que den las cuatro, suene el clarín y se abra la puerta de cuadrillas.

Un amigo común, viajero contumaz, sentenció un día: “es un lujo escucharlos, algo darían Las Ventas por contar con un dúo de cronistas de semejante calibre”. Lo diría por José Luis, claro. Y por cómo evocaba, entre tercio y tercio, los naturales de Garza, las verónicas de El Soldado, el capote de Luis Briones, el genio relampagueante de Procuna…

Ocho orejas y dos rabos. Y todos legítimos. Creo que era Víctor Muñoz el juez de plaza. Debió ser Víctor, sí, que con la sabiduría del novillero que fue–lo retiró un cornadón sufrido en la Plaza del Charro, aquí en Puebla–, mantuvo siempre un respeto invariable por la autenticidad de la Fiesta. Cavazos, ante un lote tan noble como encastado, redujo al mínimo desplantería y sonrisas y se dedicó a  torear: paseó cuatro orejas y un rabo, irreprochables. Arruza estaba en su mejor momento y en El Relicario siempre se sintió a sus anchas: para abrir boca desorejó al encastado segundo, antesala del faenón que bordaría con el quinto, un gran toro, codicioso y exigente a la vez. Y Miguel Espinosa trazó muletazos templadísimos en su corta pero melodiosa faena al tercero para limitarse a cumplir con el cierraplaza, comparativamente el más flojo de un encierro ejemplar.

Eloy y “Rey de Reyes”. Ya tenía en la espuerta las orejas de “Conquistador”, una explosión de alegría entre toro y torero, cuando irrumpió en la arena el cuarto, un precioso colorado encendido y rebarbo bautizado como “Rey de Reyes”, bravo con los caballos e incansable en humillado seguimiento de los engaños pero sin tirar una cornada. Gracia torera a raudales derrochó Eloy y sin las prisas y zaragatas de otras tardes, pues se dedicó a torear de verdad, firme y templado como pocas veces. Y con el don que siempre tuvo para dar variedad a sus faenas triunfales y hacer que el entusiasmo de la gente fuera in crescendo conforme el muleteo avanzaba. Y con la espada, un rayo. Total, orejas y rabo entre aclamaciones y vuelta al ruedo a los restos de “Rey de Reyes”, todo muy en su punto.

Arruza y “Padrino”. El segundo, “Cocherito”, fue un toro entrepelado y fino que, en su primer encuentro con el picador, lanzó con tal violencia contra la barrera a jinete y cabalgadura que abrieron una brecha en los rojos tableros –que crujieron dramáticamente– para terminar derrumbados dentro del callejón, obligando a una intervención urgente de los carpinteros para subsanar precariamente el daño. Fue una suerte que semejante fiera topara con un Manolo Arruza magistral, dueño de singular arte banderillero y cuya muleta redujo la poderosa embestida hasta encaminarla por los cauces del toreo lucido y redondear una faena de oreja.

Lo grande, sin embargo, llegaría con “Padrino”, el toro de la tarde por bravura, clase y duración, pues el hijo del Ciclón tuvo el tino de medir el castigo en varas, darle plaza y confianza al cárdeno oscuro en un segundo tercio admirable y poner la tarde en vilo mediante una faena de las que dejan honda memoria en el aficionado. ¿Cómo estuvo Manolo? Tan artista como valiente y tan poderoso como inspirado. Las tandas por ambos pitones se sucedían, plenas de largura y clase en el tiempo –lento—y el espacio –ceñido pero desahogado. El molinete de rodillas, la arrucina, pusieron la nota de color y sorpresa. Y la estocada, tras aquella faena larga y redondísima, un volapié modélico, pues no en balde fue Arruza un clásico de la suerte suprema. Las orejas y el rabo estaban cantados, también la vuelta al ruedo para el maravilloso ejemplar de Reyes Huerta. Ya la tarde discurría en otra dimensión, a la que sólo puede transportar la grandeza del toreo cuando realmente se da, lo que es poco frecuente.

Miguel y “Solidario”. Buen toro fue el tercero, terciado y noble pero con su jiribilla. Con la corrida encarrilada, el vástago menor del Maestro de Saltillo decidió que tocaba responder al doble reto de sus alternantes. Contaba para ello con su zurda privilegiada y su innato sentido del temple. En tarde de prodigios muleteriles se mostró parco con el capote, pero su pañosa se meció con arte y sabor en medidas tandas en redondo de las que sobresalieron las que trazó con la mano izquierda, acaso los pases más puros y despaciosos de la tarde. Certero al matar, el juez exhibió un solo pañuelo mientras la gente, encantada,  continuaba agitando los suyos. Luego de despachar al sexto, que sacó algo de sentido y se paró pronto, Miguel –con un esparadrapo sobre su oído izquierdo para proteger una infección interna–, me confesaría, fuera del aire que, habiendo sido muy buena la corrida, no era la de Reyes Huerta ganadería muy de su agrado, “salen bastante duritos y mi toreo es otra cosa”. A confesión de parte, relevo de pruebas.

Soneto alusivo.  Al calor de aquel suceso, que dejaría un eco duradero en Puebla, se nos ocurrió a varios aficionados que corrida tal merecía perpetuarse en una placa conmemorativa. Mientras se hacían las gestiones conducentes, y para pronto, se me ocurrió pergeñar una especie de soneto, pensando que sería la mejor manera de recordar un acontecimiento que mucho tuvo de poético. Al final, la dichosa placa, sin soneto ni bronce, apenas en delgada lámina sobredorada, se fijó en mitad de uno de los accesos al tendido de sol, consignando simplemente la fecha y el cartel.

El soneto a que me refiero quedó así: “Saltillo, San Mateo, don Reyes Huerta / con Arruza, Cavazos y Espinosa: / convergencia rimada y milagrosa, / terso brote polícromo, / flor cierta. // Espléndida memoria que despierta / ancho cauce de huellas rumorosas, /; de frente y de perfil, frescas, gozosas / imágenes perennemente enhiestas. // Porque ni Eloy, sal de todos los ruedos, / ni Miguel, nostalgia que acaricia, / ni Manuel, apoteósico y cimbreño, // Ni “Padrino”, fulgor de su divisa, / se apartarán ya más de los recuerdos / que El Relicario aloja y eterniza.”    En la rutinaria y anodina prensa taurina nacional semejante apoteosis sólo mereció la breve y convencional reseña habitual, limitada a consignar cortes de apéndices y exaltar a los toreros amigos pero sin agregar nada más. Las cosas no han mejorado desde entonces.

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