POR: CARLOS HORACIO REYES IBARRA

Recibo información directísima de la primera de feria en Teziutlán –mil gracias, Carlitos Pavón–, y las noticias son alentadoras. Transcribo: “Ha habido cinco orejas cortadas a toros bravos y que galopaban como lo de Murube de antes (…) Si El Zapata mata bien al primero habrían sido otras dos orejas (…) Fabián Barba a su segundo, un toro de buen estilo pero que casi no pasaba, le ha hecho una faena semejante a las de Cagancho (…) un molinete andando, otro invertido, andando; un afarolado andando, un afarolado invertido andando (…) Terminó abaniqueando con la mano derecha y portando en la izquierda un clavel (…) Algo fuera de serie. La gente terminó entendiéndolo y entregándose (…) Sin ser una faena estruendosa pidieron casi unánimemente la oreja.”

Solera de la buena. La feria teziuteca y su plaza El Pinar tienen raigambre, sabor y aroma, cómo no. No se me olvida lo que gocé –allá en mi adolescencia—con la legendaria faena de Alfredo Leal a “Centenario” de Piedras Negras, o cómo nos asustaron a todos unas llamaradas que se veían desde la calle el día que a Manuel González “Pinocho” se le ocurrió lanzar un cerillo a la gasolina regada sobre el encharcado ruedo, la tarde en que unos Rancho Seco imponentes acabaron con la cuadra de caballos. Y los que le salieron a semejante corridón en ocasión tan inhóspita no eran unos segundones sin importancia sino el mismísimo Jorge “Ranchero” Aguilar –que me parece hacía de empresario–, Antonio Velázquez y Jaime Rangel. Eso fue en 1961, y la feria ya venía de muy antes; y después no ha habido agosto sin toros en tan taurina ciudad, centro neurálgico de la Sierra Norte de Puebla. Ya podrá llover a cántaros que las corridas se celebran, con o sin toldo protector. Y, por lo común, con carteles fuertes y a plaza llena. Si hoy esas apreturas ya nos se ven, culpa es de los tiempos y no de la noble afición serrana.

Xico y Huamantla. En la región centroriental del país, otra feria veraniega de abolengo es la de la veracruzana Xico, en plena zona cafetalera. La pasión taurina de los xiquenses también data de muchas generaciones atrás y no es menor que la de los teziutecos. Y cómo olvidar a Huamantla, otro indiscutible clásico de agosto, retando osadamente a la Malinche y su propensión a empapar por esta época campos y ciudades con inclementes aguaceros. Pero la afición puede con todo, solía presumirse.

¿Seguirá siendo cierto? Sólo hasta cierto punto.

El auge perdido. Sin embargo, el movimiento taurino de mayor trascendencia durante los meses que iban de junio a septiembre estaba ubicado en el norte del país, con aquellas temporadas de Tijuana y Ciudad Juárez –de 15 a 20 corridas por plaza– y las un poco menos generosas en festejos de Nuevo Laredo, Nogales, Mexicali, Reynosa y San Luis Río Colorado, entre otras. No era raro que en las dos primeras, que contaban con dos cosos

cada una, se programaran carteles simultáneos, a cual más atractivo, en abierta competencia. El mayor López Hurtado –que controlaba la Monumental juarense y la de Las Playas en Tijuana– solía reforzar su programación con ases españoles del calibre de Antonio Ordóñez o Luis Miguel Dominguín, mientras El Toreo de Tijuana y la Alberto Balderas de Juárez, administradas por la empresa de la Plaza México, echaban también toda la carne al asador buscando ganarle la partida. ¿Plazas para turistas? Habría que matizar, pues entre la mucha afluencia yanqui, con el tiempo, y más allá de una población flotante irremediablemente villamelona, llegaron a formarse grupos de buenos aficionados, e incluso peñas taurinas que cruzaban la frontera domingo a domingo en pos del mejor cartel del día. No serían conocedores expertos en el sentido en que lo entendemos en los centros taurinos tradicionales, pero tampoco se parece mucho la manera de entender y vivir la fiesta que caracteriza a los aficionados Madrid, pongamos por caso, a los de Sevilla o México -el México de entonces, se entiende–.

Habría que agregar a lo anterior las temporadas de novilladas de Guadalajara y Monterrey, antesalas obligadas de la Plaza México, que así como acogía a los triunfadores de tales ciclos anuales –se daban allí casi tantos festejos como la propia capital–, también competía con ellas en la programación de carteles de máximo tronío. Eran las tres plazas clave, de cara al remozamiento del escalafón superior.

Retrospectiva. Tomo el periódico de un lunes de verano cualquiera, en busca de noticias sobre los festejos de la víspera en cosos del país. El del 5 de julio de 1965, por ejemplo. El día anterior hubo corridas en Tijuana (triunfos de Arruza a caballo y Rodolfo Palafox a pie), Ciudad Juárez (orejeados Alfredo Leal y Gabino Aguilar), Reynosa (Procuna en hombros y Jesús Córdoba muy grave), Piedras Negras, Coah. (estreno de plaza con orejas para Capetillo, Raúl García y el futuro ganadero Teófilo Gómez), Nuevo Laredo (Dos auriculares Moro y uno Mauro Liceaga), Nogales (Emilio Sosa indultó uno de Atenco), Zempoala (éxitos de El Callao y El Nayarit) y Villa Acuña (orejas al venezolano Fuentes y Peñita). ¡Ocho corridas en una tarde! Y novilladas en Monterrey (heridos graves Leonel Álvarez, José Luis Solórzano –sin parentesco con la famosa dinastía—y leve el banderillero Lupillo Rivera –hermano de Fermín–; se quedó solo Roberto Segovia y salió bien librado), San Miguel de Allende (triunfos de El Queretano y Chito Muñoz) y Matamoros (bien Víctor Pastor y Fernando Sepúlveda, porque Eloy Cavazos ¡no se presentó!). Además, claro, de la temporada chica capitalina, que andaba ya por el onceavo festejo (Caleserito, Manolo Rangel y Ricardo García, que cuajó un faenón y fue seriamente herido por el encastado “Ceniciento” de San Antonio de Triana, novillo de arrastre lento).

Y ojo, corría fama que en los estados se lidiaban por lo común reses jovencitas y pululaba impunemente el afeitado, pero la cornada de Córdoba en Reynosa –le afectó la femoral—

no fue ninguna broma, y tampoco las de los novilleros Álvarez y Solórzano y el subalterno Rivera en Monterrey, o la del hidalguense Ricardo García en la capital. Palpablemente, la fiesta se sustentaba en un riesgo real, que asiduamente cobraba su cuota de sangre. Evidenciando que la fuente de la emoción dramática, que da su sentido ético y estético al arte de torear, aún no se cegaba.

La radiografía de hoy. Repaso la actividad taurina de las últimas semanas, recién entrados a agosto, el más animado de nuestros meses veraniegos gracias a las breves ferias de la región centroriente mencionadas al principio. Y encuentro que, el domingo anterior, hubo corridas en Teziutlán, Ciudad Juárez –inauguración de su muy corta temporada, nada que ver con las 20 corridas al hilo de antaño–, Tetla, Santiago Cuautlalpan y San Cristóbal Ecatepec, más una mixta en Santa Jacoba, Hidalgo. La comparación es penosa para el presente. O, más bien, no cabe. El número de festejos, la entidad de los cosos activos antes y ahora, la trascendencia real y popular de los festejos no admiten equiparación.

No es éste lugar para indagar las causas del desastre –que son varias y requieren estudio detenido–, pero viene a cuento un doloroso vaticinio que, transcribiendo una columna de Renato Leduc, Daniel Medina de la Serna recoge en el primer tomo (p. 246) de su muy sabrosa y meritoria Plaza México: Historia de una Cincuentona Monumental. “Ante el gigantesco embudo de Insurgentes, colmado hasta sus bordes, y la portaviandas de Cuatro Caminos, llena a la misma hora y el mismo día hasta las tres cuartas partes de su aforo, Dominguito Dominguín exclamaba: “¡Qué Madrid ni que Sevilla ni qué ocho cuartos… afición a los toros la de aquí… ¡” Pero reflexionando un poco, agregaba: “Nada más que si los empresarios siguen como van,… pronto acabarán con ella”. Leduc escribió esto en 1960, mientras se celebraban temporadas simultáneas en la México y El Toreo.

Los empresarios, sí. Pero lo que hoy vemos –ya con la lumbre por encima de los aparejos– es una desesperante falta de reacción del sistema taurino en su conjunto. Conjunto que en realidad no existe, suplantado por tímidos esfuerzos aislados. Pero si no son capaces de manejarse ni siquiera en lo específico e individual, si los mentores de Joselito Adame –la carta más consistente de nuestra devaluada baraja—no tienen ninguna estrategia alterna a las cada vez más poquiteras “campañas” europeas de su torero, si Sergio Flores a duras penas consigue mantenerse activo toreando en placitas casi de trancas, si a quienes manejan a José María Pastor, nuestro novillero más prometedor, no se les ocurrió nada mejor que estrellarlo –sin rodaje previo—con los toracos que sueltan en Las Ventas, si no hay noticias de algo semejante a una temporada chica en la Plaza México, habrá que pensar que el macabro vaticinio de Domingo González Lucas está a punto de alcanzarnos.

Y pensar que podría revertirse si hubiera voluntad, unión y verdadero cariño por la fiesta…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *