Svenska Dagbladet de Estocolmo.
Manolete era un gran Matador de Toros, según algunos, el mejor que jamás haya existido. Es, en todo caso, el mejor de cuantos he visto en mi vida; o tal vez no. Yo tenía cinco años cuando lo vi por primera vez.

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Era pálido, delgado y pequeño, de figura frágil. Sus ojos eran enormes y misteriosos, como dos puertas redondas abiertas a todo el dolor del mundo. Su mirada, triste y mística, hacía pensar en los milagros cuando él se movía en el ruedo lenta y pausadamente, de una manera casi irreal.

Manolete comenzaba su danza mortal con el Toro en mitad del ruedo, allí esperaba a su enemigo sin dedicarle siquiera una mirada; dirigía los ojos hacia arriba, al aire vacío, como una Santa Teresa de Jesús. Sabía exactamente dónde, cuando y cómo embestiría el Toro. Nosotros, los pobres espectadores, sobrecogidos y empequeñecidos por la enormidad del instante, conteníamos la respiración; diez mil silencios vibraban en la atmósfera magnética de luz y de sombra.

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Entonces irrumpía el Toro, monarca poderoso del reino del miedo, el Dios del valor y de la cólera, la muerte viviente; era el movimiento hecho cuerpo, energía, una majestuosa voluntad de lucha a toda marcha. Llegaba, con ímpetus de guerrero, para ser sacrificado. Así tal vez podríamos calmar nuestras almas angustiadas, nuestro miedo cobarde.

 

Yo amaba de verdad al bello Toro, este orgulloso, inocente, sagrado Cristo de la naturaleza; pero yo admiraba también al valiente y frágil Manolete, que osaba enfrentarse a la muerte cada domingo, bajo el sol, completamente solo en su eterna tristeza, sin una sonrisa. Manolete era mi propio miedo, el miedo de diez mil hombres transformado en una danza mágica ahí abajo, en la arena. El hombrecito y el Dios de la Muerte, el hombrecito debía matar al Dios para toda la eternidad, hasta el domingo siguiente.

Y así llegó el último domingo, que era en realidad un jueves: el 28 de agosto de 1947. El Toro era un Miura grande, hermoso, armonioso, se llamaba Islero y pesaba casi setecientos kilos. Manolete hizo una elegante

faena; cada vez que Islero llegaba a la carrera con la velocidad del huracán, Manolete lo frenaba sin más armas que el trapo rojo. La inconcebible fuerza, el huracán negro pasaba rozando el cuerpo del hombrecito lentamente, tan lenta y tan dolorosamente que diez mil hombres tenían tiempo de asomarse al pozo sin fondo de la muerte.

La trompeta anunció el acto de matar, Manolete saludó al público girando en redondo con un gesto melancólico; era la hora, la espada refulgió bajo el sol y la orquesta guardó silencio. Un sagrado recogimiento estremeció al público. Algún idiota tosió en los tendidos de sombra. Manolete esperó. Silencio. Suspenso. La brisa de la tarde se detuvo, temerosa, detrás de los burladeros.

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Hay en el drama del toreo un solo instante en que los papeles se invierten: el Toro espera y el Matador embiste. Ese instante terrible, fugacísimo, es el de la suerte de matar. El Toro ha sido herido, pero no está agonizante, está vivo a todo trapo, está cansado y débil, pero también furioso y lleno de valor, quiere luchar y matar. Fue precisamente en este instante en que se decidió el destino de Manolete. Islero

esperaba y parecía estar dispuesto a recibir toda la refulgente espada en su cuerpo de gladiador; pero en el último segundo, cuando Manolete venía por el aire, volando con la espada en la mano, Islero levantó la poderosa cabeza, fue un movimiento sorpresivo, veloz como el rayo. El elegante, solemne, ceremonioso matador se convirtió de repente en una muñeca sangrienta, en un trapo, en un fláccido colgajo de carne. El cuerno de Islero hizo una herida de más de veinte centímetros de largo y penetró en la región inguinal rompiedo venas y arterias, abriendo un chorro de sangre ardiente sobre el ruedo.

Manolete llegó con vida al hospital. Una hora más tarde pudo incluso fumar un cigarrillo y comentar: «De verdad Islero quería que yo le acompañase en la muerte». Había perdido muchísima sangre pero el médico pudo constatar que estaba fuera de peligro.

Yo no estaba allí de testigo, porque esto ocurrió en Linares, allá lejos en España. Pero yo recuerdo, por supuesto, todos los detalles del suceso. Yo tenía ocho años y era un fanático adepto del toreo. La muerte de Manolete fue durante muchos meses el principal tema de conversación de la familia. Muchas veces repetimos el desarrollo de la tragedia, minuto a minuto. Mi papá decía que la novia de Manolete, Lupe Sino, cuyo verdadero nombre era Antoñita Bronchales, había dado muestras de gran valor y serenidad ante la muerte de su amado. Antoñita era, además, muy bonita. Yo me preguntaba en silencio qué fuerzas oscuras habían impulsado a Antoñita Bronchales a cambiar su nombre de novela fantástica por un nombre de novelita cursi.

Islero era un toro heroico. Había sido elegido por la Naturaleza para la misión de matar al matador. Cada matador camina al encuentro de su destino y se encuentra con él, tarde o temprano. Cada matador tiene su Islero que espera allá adelante, en el futuro iluminado por el sol, en medio de la arena.

Así pensaba yo cuando era niño. El equilibrio natural debía mantenerse, la armonía de la naturaleza debía reinar, la vida y la muerte tenían la misma dignidad y el mismo valor en la insondable inmensidad del universo. No había factores perturbadores. Solamente las eternas fuerzas de la naturaleza decidían el destino final de sus criaturas.

Pero hete aquí que ahora aparece alguien que dice: «No, señores, no fue Islero quien mató a Manolete. Fueron los noruegos. No lo hicieron a propósito, pero la muerte de Manolete se debe a ellos».

Expliquemos el asunto. Una cuidadosa investigación ha demostrado que un médico llegado a toda prisa de Madrid administró a Manolete un suero intravenoso importado de Noruega. Este suero causó la muerte del matador. La misma medicina ya había matado una cantidad de soldados aliados al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El suero noruego tenía algo malo.

Yo me niego a creer en esta investigación impropia, imprudente e irrespetuosa. Incluso yo, que ya no soy adepto de las corridas de toros, tengo derecho a conservar mis propios mitos y a creer en ellos. ¿Qué haría un ser humano sin mitos, a dónde iría, dónde recogería consuelo y sensatez en medio de la enajenación de la existencia? Si la verdad científica le va a arrebatar a Islero su bien ganada y bien merecida gloria de vengador sagrado, no quiero la verdad científica. Los noruegos no tienen nada que ver con el misterio del toreo. No es que yo pretenda azuzar a las muchedumbres contra ningún pueblo en particular, pero estoy convencido de que los noruegos no son especialmente competentes en estos asuntos del arte de torear.

Por lo demás, volviendo a lo prosaico, he de decir que yo encontré ya mi propio Islero. Tenía yo entonces diez años y quería ser matador como Manolete. Decidido a probar mi suerte me metí en un pastizal e intenté convencer a un toro joven y fuerte a que jugara conmigo el juego de la corrida. El bicho estuvo de acuerdo. Y el juego terminó cuando yo salí volando y aterricé diez o doce metros más allá de la cabeza de la bestia, al otro lado del muro. Fue una experiencia interesante, pero un poco fuerte para mí. Decidí retirarme de los ruedos y hasta hoy he logrado vivir sin necesidad de jugar con el Toro, la Muerte Viviente, el Dios de las Tinieblas.

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