El parte médico suena a inventario calzando justo en medio de un relato de terror: “el cuerno rompió de la tercera a la novena costilla del lado izquierdo; le destruyó de manera muy severa el pulmón izquierdo, que ameritó una reparación del lóbulo medio y superior (…) Hubo lesión de las arterias intercostales. De la arteria mamaria, que es una de las más importantes en el tórax. Desgarró el pericardio, dejando al descubierto el corazón”*.
No hay que ser letrado en medicina para saber que al párrafo anterior, sumado a la pérdida de 4 litros de sangre, sólo le prosiguen dos destinos posibles: la muerte o el milagro.
Eso ocurre siempre que queda descubierto el corazón.
No redundaré en la anárquica y guerrillera filosofía fundamentalista de las redes sociales, donde al banderillero en cuestión se le desea la muerte en muchas más presentaciones, que sólo por vía del cuerno o la infección; donde se felicita al toro por tan buen trabajo aunque
-ay-, lástima que haya sobrevivido el criminal en mallones; donde se mastica que ojalá el resto de los subalternos corran suertes similares o peores hasta que la raza de los toreros (que no los toros) quede extinta por fin de la Tierra, y con eso tendremos un mundo mejor; donde se pone un soberano like a la foto del cuerpo inerte, roto y empitonado, no sin antes sentenciar, con el podrido cinismo que tienen los dueños de la verdad: “qué bueno, por pinche asesino”.
No me detendré en ello más que lo anterior porque no vale la pena.
Todo lo que hay que decir al respecto ya lo dijo, por ejemplo, el Juli, cuando en una entrevista, un muy envarado antitaurino le dijo asesino en serie, con una autoridad mayor a la de Robert Ressler, a lo que el matador, con el temple mismo con que cita en los medios a un Miura de 600 kilos, le preguntó qué había hecho él por un toro en toda su vida, además de pontificar desde su parcial ignorancia. El entrevistador calló, como callan todos.
Ya sabemos que hay un punto donde el razonamiento se quiebra, y si ahora mismo afirmo de nuevo que sin tauromaquia no-pueden-sobrevivir-los-toros-de-lidia, pues no faltará el animalista que lo niegue, y acto seguido miente todos mis muertos y me deseé no sólo un cuerno partiendo mi amargo pericardio, sino lo mismo para mi madre, como castigo por haber parido a tan bárbaro adefesio.
Insisto. La polarización en torno a la tauromaquia es tal, que animada por el incendio tecnológico de las redes sociales, se hace siempre una dantesca y vomitiva fiesta alrededor de un hombre que se puso frente a la muerte y algo salió definitivamente mal.
No exagero al decir que en ningún lado, nunca, ni siquiera en lo referente a los terroristas enquistados en París, ni a los culpables de las mutilaciones genitales femeninas en Afganistán, ni siquiera en el tema de los más viles sicarios del narcotráfico encargados de descabezar infantes y ponerlos al sol, ni en lo que respecta a los políticos más corruptos que viven como califas con el dinero de los más pobres… nunca he leído peores cosas, ni he visto mayor hambre y sed de muerte, que la que se desata contra un torero cada que lo alcanza el asta de la res, y su drama personalísimo (piensan), se convierte en escarmiento para todo aquel que ose entonar un sentido ¡Olé!
No hablo de oídas. Lo he vivido. Allá tú con la flexibilidad de tu conciencia al momento de escoger a quién le deseas la muerte. Y de qué forma se la deseas, pues en cuestión de crueldad, nuestra imaginación roza una fértil eficacia. Pero me cuesta entenderlo porque el toreo, sin profundizar en ello, no deja de ser una actividad absolutamente legal. Productiva. Amada por niños y viejos y que, como escribiera Pérez Reverte, puede sintetizarse en el cara a cara entre hombres valientes con animales nobles y bravos.
No entiendo cómo se está convirtiendo en una suerte de arte proscrito. O sí lo entiendo. Pero esa risa lenta ante el drama ajeno me llena de una rabia primitiva, que me gotea el alma cuando un noble salvaperros, que no le interesa cómo funciona el mundo mientras él siga vistiendo reses o comiendo cadáveres, cabalga el relámpago de la hipocresía, y reza por la abolición de la tauromaquia y el fusilamiento sumario a todos los involucrados, sin tener puñetera idea de que nunca, por ejemplo, querrá y le importará tanto un toro bravo, como al más humilde de los toreros.
No entiendo tanta santidad. Pero sí sé que nunca un torero maldecirá su suerte, ni siquiera con la femoral destrozada y a dos pasos de la muerte. Nunca pensará que el toro es culpable. Siempre, siempre aceptarán la estocada de hueso porque entienden que es parte primigenia de la fiesta.
Saben que el toro de lidia no es el monótono e imbécil gigante faldero que algunos animalistas han querido vender.
Por el contrario, entienden que los toros bravos son tanques de guerra y músculo; atletas diseñados por el hombre y la naturaleza para encarnar la valentía, la fuerza, el vigor… saben que un toro no es ni malo ni bueno, sino un fiero dios de media tonelada en cuyo corazón bombea hasta el final el ánimo de la lucha.
Esos que insultan no entienden que está bien, aunque duela, que de pronto un torero caiga herido, agonizante, porque es la manera de saber que esto no es un juego absurdo de perseguir a un animal indigno sin el menor sentido. Ésta, por contraste, es la más seria de todas las fiestas, donde la crudeza de la vida y la muerte se impone en un círculo de tierra.
Pero yo no quería escribir sobre todo esto.
No me interesa defender a la tauromaquia de los necios. Para eso están los expertos. Para explicarles con peras y manzanas a los buenos del mundo, que si te paras frente a un cárdeno veleto de 500 kilos y le hablas bonito, igual no lo vas a poder acariciar como si fuera el hurón que le regalaron a tu hermanita en navidad.
Para explicarles que seguramente esos ojos opacos e inexpresivos es lo último que verás sobre la tierra.
Yo quería escribir sobre el momento de la cornada a Mauricio Martínez Kingston.
El momento en que un fotograma muestra al cuerpo empalado en las agujas del burel, con la hemorragia reventando la chaquetilla, y al fondo, en primera fila, a una mujer que tiene una inconfundible sonrisa idiota perlando su boca.
Yo he visto demasiadas cornadas como para saber lo que ella pensaba. Porque ahí uno no se ríe de nervios. Ella pensaba en venganza. Justicia. Sangre. Pensaba, como tantos otros, que no estaba viendo algo más que un espectáculo medianamente divertido y punto.
Ella pensaba que es un jueguito, y que si el toro destripa a esos de allá abajo, pues mala suerte, que a mi tampoco me importa gran cosa. Bien merecido se lo tienen.
Por asesinos.
Eso pienso que pensaba.
Por eso, quien quiera que sea la mujer de esa sonrisa idiota, alguien dígale que la maldigo a ella y a todos sus muertos.
Porque hay sonrisas mucho más crueles que la más trapera puñalada.
Y siempre se verán mucho más fáciles los toros desde la barrera.
*parte médico tomado de http://www.proceso.com.mx/?p=423942
FUENTE: http://www.laplumadelpoyo.com/#!esa-sonrisa-idiota/cahqc