EL OTRO TOREO

UN CUENTO TAURINO

-Veinticinco años después y todavía debutante, -pensó para sí, mientras miraba a su alrededor.

– En la vertiente norte aparecen chubascos con posibilidades de tormenta, acompañados de fuerte aparato eléctrico, bajarán las temperaturas y afectarán a zonas muy localizadas, -informa una vez más el hombre del tiempo a través de la televisión.

José escucha y observa las imágenes de manera despreocupada, mientras hace unas ligeras flexiones, para desentumecer los músculos.

Antes, al principio, este tipo de noticias le contrariaban mucho, incluso en sus gestos, aunque gradualmente, al correr del tiempo, aquello se le fue haciendo más y más indiferente. Ya no le sorprendía la noticia, a decir verdad, la esperaba como parte del guión de su vida desde hace muchos años.

En el espejo la imagen ajada del hombre canoso y grueso que en otro tiempo fue moreno, sonriente y esbelto, le devuelve a la realidad.

Sobre la silla, el vestido grana y oro a estrenar refulge en sus doradas lentejuelas con el cercano resplandor de cada uno de los relámpagos que con fidelidad, se aproximan sobre el elegante hotel en el que José Carrillo Ortíz, “El Niño”, se aloja hoy.

El añorado Fermín, el sastre de toreros que desde aduana 27 marcó época creando escuela, le encajó como en él era habitual el vestido para aquella lejana tarde en Córdoba en la que José Carrillo iba a debutar con picadores.

Por aquel entonces, aún no se aseguraban como ahora los espectáculos y las suspensiones no eran frecuentes.

Aquel día Pepe Carrillo no tuvo ocasión de dar un solo capotazo, aquella faena soñada que tanto le había arrebatado el espíritu no tuvo opción alguna. Faenas soñadas y por soñar, en carteles de máxima categoría al conjuro de la gloria o la tragedia… sueños… deseos.

Bien mirado, desconocer por desconocer, tampoco había tenido la oportunidad de saber del ácido sabor de la anestesia y los calmantes, de a urgencia y las carreras a las enfermerías y las duras salas de cura, pues ninguna cicatriz había nunca surcado su anatomía.

Al principio aquello le resulto amargo y pensó en la retirada varias veces. Día tras día sucedía siempre lo mismo, y como pasa siempre en este mundillo (en este más que en otros) al que profesionales y profanos llaman taurino, se empezó a averiguar qué o quién era el responsable de tantos desaguisados.

Los primeros claro, fueron los toreros, buscadores incansables del porqué de las circunstancias anómalas, de coincidencias cuyo carácter deviene para ellos en posibilidades funestas, siendo capaces de colgarle a cualquiera un sambenito indisoluble al razonamiento científico o religioso más preclaro o piadoso, estigmatizando así, sin más contemplaciones, al infeliz al que el azar les haya puesto a tiro.

Después de estos, los empresarios, que en un principio no daban crédito a tan increíbles argumentos dichos, con más o menos guasa, por taurinos de toda laya o condición, pero que al final, ante toda la tozuda insistencia repetitiva de tantas coincidencias, le fueron cerrando también sus puertas “por si acaso”.

Su apoderado, finalmente también le aborreció, pues terminó considerando inútiles todos los esfuerzos realizados.

Al poco, nadie era valedor de José Carrillo, pues en realidad para entonces ya nadie le había visto torear y su cartel (que nunca tuvo) perdía y perdía crédito y frescura.

Si por casualidad, algún taurino (poco enterado) se le acercaba, pronto chocaba con la dura realidad, abandonando rápidamente entre la rechifla general.

José se planteó entonces seriamente la retirada y ya estaba a punto de hacerlo cuando un día, un hombrecillo de andar desaliñado y pobre aspecto, con la mirada iluminada y el ansia febril del que espera un milagro como única e imposible salida se le acercó en la pensión de aquel pueblo toledano con la pretensión de contratarle.

El torero no se lo creía, es más, le parecía que aquello podría ser una broma más del mal gusto de alguno del gremio y a punto estuvo de echar a puntapiés a quien creía que era el vehículo del cachondo con ganas de chufla, pero en una mirada más reflexiva consideró oír las intenciones de su desesperado “empresario”, al fin y al cabo, él tenía poco o nada que perder y si algo le sobraba entonces era el tiempo.

Escuchó lo que el hombre le expuso, pero sin dudarlo más, le contestó tajantemente con una negativa.

Aquel hombre, abatido, se echó a llorar sobre la humilde mesa del cuarto de la pensión de pueblo, donde Carrillo entonces se hospedaba.

José compadecido ante aquella escena, se le acercó y le dijo:

-Hombre, persone  mi mala leche, pero yo ya estoy “pa pocos pases”, pienso retirarme, pues llevo la negra, ¡seguir así es inútil!

-¡Matador! –Le contestó el otro- Yo sé que usted no ha podido nunca torear, pero también se la razón y es por ella por la que he venido a verle, por la que he decidido contratarle empeñando todo lo que tengo. Verá, yo no soy empresario, pero con todo el dinero que he podido reunir quisiera contratarle y que desde ahora pueda usted, toreando o no, considerar este dinero suyo (y diciendo esto de sus humildes ropas de campo sacó un pequeño fajo de billetes que, al contarse, sumaban cien mil pesetas).

José se quedó atónito y antes de que pudiera contestar, aquel hombre se apresuró a hablar.

-¡Por Dios! ¡Por lo que más quiera! ¡Cójalo usted!  No me desprecie usted este dinero, sé que para usted es poco, lo sé, pero le juro que para mí es todo, es mi vida, lo único que ya poseo, salvo unas pocas tierras resecas y baldías.

José, cada vez más azorado acertó a responder. –Mire, yo nunca he visto todo ese dinero junto, jamás he podido torear en toda mi vida y no me explico el porqué de esta situación… Viéndole, no creo que esto sea una broma, así que la verdad, no sé a qué viene este empeño ¡diga ya todo de una vez! ¿Por qué yo? ¿A qué viene todo esto?

-Bueno mire, no sé cómo explicarle, yo, como usted puede ver, soy un hombre de campo, no he visto una corrida en mi vida, no soy ni siquiera aficionado, pues nunca he podido ir ni a los festejos de mi pueblo por no tener dinero para pagar la entrada y porque me da lacha el colarme…

-¿Entonces? –Interrumpe impaciente José-  ¿Cómo quiere ser usted empresario de algo que no sabe?  -preguntó ya molesto el torero-  ¡estoy como pa aguantar loquitos!

-Es muy sencillo, mi trabajo es en el campo, toda mi vida la llevo en él, lo mismo que mi padre, y antes que él,  mi abuelo, y así toda la parentela ¡es lo único que he conocido y de lo único que vivo con mi familia!

-¿Y?

-Usted sabrá que en los últimos años el tiempo está cambiando y la lluvia ya no cae en su tiempo como antes.

-Bueno si, ¿y qué?

-Yo me he enterado, por un vecino amigo de un viejo banderillero ya retirado, que en una charla de taberna, éste le dijo que había un novillero que bastaba con anunciarlo en un cartel y que llegara al pueblo en cuestión para que, fuera donde fuera, empezara allí el diluvio y cayeran chuzos de punta.

-¿Cómo?  -Gritó José al tiempo que se levantaba irritado tirando para atrás la silla-  ¿Me está diciendo que quiere contratarme en su pueblo, no para torear, sino para que le lleve el agua como si fuera San Roque o cualquiera de los santos que se sacan con las andas en rogativas de acá para allá…

-No, bueno, sí, entiéndame, sí algo así quiero, pero no se ofenda, no se moleste usted conmigo, compréndame, estoy desesperado, en mis tierras hace ya más de cinco años que no cae una gota, la comarca está seca, seca, seca pero muy seca, ¡es la ruina!

José no lo dejó terminar. –Usted, ¿cómo se llama?

El hombrecillo, con el rostro demudado por el terror, contestó en un hilillo de voz casi imperceptible. –Valentín López Rubiato, para servirle.

-¿Para servirme?  ¡Coja el jurdó y váyase a tomar por culo con viento fresco de aquí!  No sé cómo me contengo y no le echo a patadas de aquí ¡Largo! ¡Fuera!

Valentín salió corriendo, pero antes tuvo tiempo de tirar un papel encima de la mesa diciéndole a José, mientras salía despavorido.

-No se enfade usted conmigo, si lo piensa mejor, ahí tiene usted donde encontrarme.

José, con desdén, miró el arrugado papel mientras Valentín bajaba a trompicones las estrechas y mal iluminadas escaleras del pasillo sin mirar atrás.

En ese momento, como si hubiera querido ser testigo de ese diálogo sin cortar la conversación, un estruendoso trueno, seguido de gran relámpago, aturdió la estancia. Fuera, tras los cristales, la lluvia caía cada vez con más violencia arrastrando el polvo que se había acumulado, tras ocho años de sequía, en los tejados de ese poblachón manchego. José, tras la ventana, miraba a grupos de gente abrazándose y tirando sus sombreros de paja al aire sin importarles mojarse.

Mientras, alejándose, una oscura y cada vez más pequeña figura sorteaba los charcos mirando de cuando en cuando la silueta de la pensión Manuela, iluminada ahora por los cada vez más constantes relámpagos.

Tres semanas más tarde, tres largas semanas en plena mitad de la temporada sin un solo contrato y nada a la vista. José Carrillo Ortíz, “El Niño” decide entonces retirarse.

Sin saber por qué, su determinación quiere aún albergar las últimas dudas. José recuerdo entonces aquella increíble visita, sonriendo, y como sin querer, busca en su bolsillo el arrugado papel que Valentín López arrojara en aquella mesa de la pensión manchega, localizándolo como el que encuentra el teléfono de la chica fea que en aquel guateque te lo dio mientras que la guapa por la que soñabas ni te miró. Dudando, José llamó.

Han pasado más de veinticinco años de todo aquello, y hoy José Carrillo es un próspero hombre de negocios, Valentín le administra y mantiene en activo aunque “El Niño” vaya ya a rebasar la cincuentena.

Los campesinos y labriegos que le contratan formando cooperativas, pagan en arrugados billetes que sus encallecidas manos estiran pudorosamente y hasta le llaman, con respeto, “El Maestro”.

José sin cambiar el gesto, asume con naturalidad esta situación y firma autógrafos como cualquiera de los ídolos del toreo, paseando de forma chulesca su gruesa y flamenca figura, por las alfombras de los mejores hoteles del mundo.

Si por casualidad, en alguno de estos hoteles coincide con las figuras, los monstruos, los auténticos fenómenos del toreo, estos palidecerán cruzando por detrás los dedos dejándole paso, con una sonrisa forzada en el hall, el ascensor o los pasillos, para luego correr a sus habitaciones a hacer las maletas, seguros ya de que esa tarde su presencia en la plaza será inútil.

Sus apoderados, reunidos con el empresario habrán cobrado los gastos mínimos establecidos y volverán rápido al hotel, para montar en los coches y salir pitando, tratando de poner distancia de ese lugar.

Loa más sagaces tratarán de averiguar por boca de Don Valentín cual es el calendario y las plazas en donde “El Niño” tiene previsto actuar para, a ser posible, no coincidir con “El Maestro”.

José viaja en una amplia limusina como coche de cuadrilla, regalo de un agradecido emir tras algunas “actuaciones”.

Valentín consulta con él el ganado a lidiar, pues José tiene sus preferencias, aunque claro está, el ganado regresa a la ganadería al día siguiente de la corrida, y así una y otra vez, hasta que mueran de viejos en el cortijo.

El año pasado intervino en ciento veintiocho funciones, saltando el charco y toreando hasta en África, Asia y Oceanía.

Su cuadrilla, en la que están algunos de aquellos impertinentes peones que en otro tiempo se reían cruzando los dedos al mentar su nombre, viaja relajada en primavera, sin los sobresaltos de antaño, seguros de la actuación de su maestro y del éxito de cada tarde. Ahora, lejos de huir del mal fario de Carrillo le dan todo el jabón del que son capaces (que es mucho), atentos a la más mínima necesidad o extravagancia del diestro (haciendo bien la pelota), para conservar su favor y con éste la más segura colocación que hubieran soñado nunca.

Por otro lado, José se permite el lujo de comer sin tasa, aunque por la tarde tenga que actuar.

Alcaldes, presidentes de comunidades, ministros, jefes de gobierno, reyes y hasta dictadores de repúblicas más o menos bananeras, tras su actuación, le han condecorado con las más altas insignias, bandas, medallas y premios civiles y militares de lugares en los que, para no alterar las fechas tradicionales, se han creado otras más acordes con el interés agrario.

Su nombre figura en las calles, avenidas y plazas de todo el mundo, mientras su fortuna deja atrás las de las figuras del toreo de todos los tiempos e incluso a la de las más rutilantes estrellas del balón.

Valentín, que ha aprendido a dominar con ventaja el inglés, el francés, el alemán, el ruso y el mandarín se defienda incluso en el japonés y el suajili, recibe llamadas de todas partes del globo y en un alarde administrativo hasta ha pactado un canon con las principales compañías aseguradoras, que, reunidas en un comité de crisis, han preferido acordar con él una generosa prima de seguridad para tener al día el calendario de actuaciones de “El Maestro”, como también se sienten obligados a llamarle, y así, poder anticipar las predicciones del tiempo, sin romper otro esquema que no sea el propio de la naturaleza y evitar que José se desplace sin previo aviso y les arruine, como ya ocurrió con algunas que no creían en el famoso José Carrillo, alias “El Niño”, un fenómeno meteorológico cuya explicación algunos quieren demostrar con otros argumentos, pero la verdad, la FETEN es ésta que hoy usted también sabe (en la confianza de que no saldrá de aquí).

Fuente:

14 Taurigrafías 14 / Pablo Lozano Perea / Modus Operandi Arte y Producción S.L., Madrid, 2016.

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