Cuando uno era niño, por la mente no dejaban de deambular ensoñaciones, realidades e ideas en torno a los juegos que practicaba, con aquella idea de ser mayor más pronto que tarde y parecerse a los adultos de la familia o a quienes pronunciaban los labios de estos. Era una ilusión, una persecución y una obsesión jugar a lo que más se quería en el mundo, aferrados a que nada había más en uno mismo que la Semana Santa y los toros.
Así, si un día se salía al patio a hacer el toreo más bello posible, sin ser consciente, que es el que está virgen de toda orden y mandato, puro como ninguno, que consistía en enfrentarse al amigo de turno y, sin haber visto nunca a un torero, hacer lo que un torero hacía, otro día, por el contrario, se iba a la calle ataviado con una mesa vieja recubierta de un mantel raído que ya no servía nada más que para esperar este momento, y así configurar esa canastilla que llevaría a no sé qué imagen sacada de la generación anterior que era la mismísima virgen María.
Eran juegos de niños desempeñados entre pilastras y eneas, entre sepias y cielos despejados, entre guitarras y botijos, en pleno adoquín, con los palcos llenos de geranios y mantones, a los que no echábamos cuentas y que ahora queremos que entonces fueran así, y que eran el marco perfecto para que nuestro mundo, de bordados en oro y momentos infinitos, fueran la escalera que nos uniera a ese mundo ideal que acababa con la madre que gritaba para que el niño hiciera el paseíllo de vuelta a casa y cruzara el dintel de la casa.
Eran otros tiempos, pero, en ocasiones, la vida tiene la gentileza de devolvernos la oportunidad de recrear la niñez, es decir, de soñar, y por eso este viernes, en Sevilla, en pleno Día de la Hispanidad, cuando se cumpla el aniversario en la familia Vázquez y el toro traiga oxígeno de frescura y torería al destino, podremos decir que ante nosotros ha vuelto la niñez, y, por eso, todos queramos echar los vuelos al Arenal para que disfrutemos de un festival como los que se sueñan, con esas cosas que se hacían cuando éramos niños, las no escritas, las nunca vistas, las que mantenemos en la memoria años después.
Cuentan que la Maestranza está vestida de gala y que en el alma de los toreros hay un no sé qué distinto que transmite deseo a kilómetros. Estará Sevilla, estará el silencio, estará la armonía de la ciudad más bonita del mundo. Estaremos todos porque también estará Gallito, que si no, para qué va a hacer desfile la Centuria antes del paseíllo si no es para recogerlo en su casa al son de la marcha real. Estarán los recuerdos de nuestra memoria. Estará la ilusión de cada 5 de enero por saber que algo es para nosotros, pero no sabemos el qué.
Esa es la motivación de ir un día a los toros -o a un festival, que hoy me vale el cartel-. Es el ser niño, es el quitarse años de encima y recordarse aquellos primeros pasos que nos llenaron la sangre del veneno de la tauromaquia. Hoy es el día de que todo sea como era, que sí, que hoy está todo, en Sevilla, para que esto sea un volver a empezar.