TAUROMAQUIA. Alcalino.- El bombo de Simón

Simón Casas, ante las numerosas críticas a su gestión como gerente de Las Ventas –de puro continuismo, pese a lo mucho que había prometido innovar–, anunció hace algunas semanas que para la feria madrileña de otoño los carteles serían resultado de un sorteo entre los doce puestos a cubrir por matadores y las cuatro ganaderías contratadas. Las primeras censuras partieron, cuando no, de la publicrónica adicta a las figuras, que de por sí le han huido siempre a la última cita venteña del año y no están para nada dispuestas a ceder un ápice de sus privilegios, consistentes en exigir, quitar y poner a su arbitrio. Pero hubo una excepción: Alejandro Talavante. Ausente este año de numerosas ferias por decreto empresarial –y con plena complacencia de sus “compañeros”–, el extremeño aceptó entrar, hasta por dos veces, en el famoso bombo –en realidad urnas– del francés.

Por ahora es imposible conocer el efecto futuro de la iniciativa del polémico empresario. Pero el paso al frente de Talavante encontró calurosa bienvenida en la afición madrileña, al avenirse Alejandro a un trato igualitario con los espadas de menor nombradía ajustados para la feria, mientras los restantes ocupantes de la primera fila se abstenían de participar o manifestarse. No fuera a ser que el audaz ensayo del mandamás de Las Ventas termine por sentar precedentes molestos que signifiquen para ellos el principio del fin de la comodidad. Solamente Roca Rey, entrevistado por ABC, expresó su beneplácito, dado que la fiesta, dijo, está urgida de novedades. ¿Qué si participaría alguna vez en un sorteo semejante? Respuesta afirmativa. Claro que Roca Rey es punto y aparte dentro del escalafón, neto rompedor de diques, líder y atractivo mayor de la temporada y responsable de las únicas entradas decentes que se están viendo últimamente en los cosos españoles, incluidas las pocas de “No hay billetes”. De ahí el interés de las “figuras” por alternar con él, pese a que al parecer cobra bastante menos que tres o cuatro “grandes”, debidamente compinchados con las casas empresariales que los apoderan.

Los carteles. Alejado de dichas estrategias proteccionistas, Talavante partirá plaza sus dos tardes como cabeza de cartel y soporte de la buena o mala taquilla. En la apertura de la feria de otoño –el viernes 28 de septiembre– lo acompañarán Paco Ureña y Fortes, que nunca se imaginaron anunciados con un encierro de Victoriano del Río. Y siete días después –5 de octubre—los toros llevarán el hierro de Adolfo Martín y alternará el extremeño con Álvaro Lorenzo y nuestro Luis David Adame, que se mide por vez primera con ejemplares de esa temible divisa (temible en tanto depositaria reconocida de casta brava).

Los restantes carteles que arrojó el insólito sorteo quedaron así: el domingo 30, los de Puerto de San Lorenzo serán para Emilio de Justo, Román y Ginés Marín; y para el domingo 7, Diego Urdiales, Octavio Chacón y David Mora matarán la de Fuente Ymbro. Los sábados de feria, que no entraron en el sorteo, van a cubrirlos, el 29 de septiembre, una novillada de Fuente Ymbro para Juanito, Pablo Mora y Francisco de Manuel, y el 6 de octubre la encerrona de Diego Ventura, donde la novedad estriba en los dos toros de Miura que va a rejonear; los restantes procederán –dos y dos– de los cercados de Ángel Sánchez y Cortés Moura, divisa portuguesa ésta última.

El discurso del francés. Con su verbo ampuloso y dramático de siempre, un Simón Casas exultante declaró, una vez concluida la rifa –escenificada en el patio de caballos de la Monumental madrileña–, que “en las últimas décadas, los carteles se han vuelto demasiado tecnocráticos (sic)”… que “admira mucho a los toreros figuras”, pero piensa que “hay que forzarlos un poquito”… que “hay que romper el dogmatismo de la afición, mal acostumbrada al blanco y negro, cuando la vida está en los grises”… que “hay que devolverle a la Fiesta el misterio, porque en toda la historia, las grandes figuras han variado encastes y aceptado retos”… y que estaba muy contento con los resultados del sorteo porque “el destino demostró ser buen aficionado”. Previamente, había celebrado “los cojones de Talavante para abrirse al misterio y honrar su condición de figura”.

El otro sorteo. Desde hace más de un siglo, no hay reglamento taurino en el mundo que no especifique la obligación que tienen los alternantes de cualquier festejo de sortear los toros que vayan a lidiarse. No se trata de algo que naciera con el toreo, antiguamente era el ganadero quien disponía el orden de salida de sus astados, lo cual suponía una ventaja para el torero amigo –al que le destinaba los de mejor reata o más prometedora nota–. Naturalmente, las figuras llevaban mano y los modestos tenían que apechugar. Hasta que en 1897, Luis Mazzantini, que ya había visto pasar sus mejores días pero conservaba cierta categoría, cansado de que a Guerrita (Rafael Guerra, último mandón del siglo XIX) le correspondiera siempre lo más cómodo y propicio del encierro, especificó en sus contratos la obligación de sortear el orden de salida de los bureles anunciados. La idea cundió por su propio peso y muy pronto de costumbre pasó a ley, desprovisto el Guerra –o cualquier figurón posterior—de argumentos sólidos para dar marcha atrás.

Lo que no significa que a veces el reglamento se lo salten a la torera y, en acuerdos tras bambalinas, el representante del diestro más influyente del cartel violente la legitimidad del sorteo, pasando sobre los derechos de alternantes sin fuerza ni valor para imponerlo.

Anécdota ejemplar. No respondo por su autenticidad pero mucho me impresionó, hace ya tiempo, lo que escuché de un viejo aficionado precisamente mientras se efectuaba el tradicional sorteo un mediodía de temporada grande, en la Plaza México. El susodicho aseguraba haber presenciado –y hubo entre los circunstantes quien lo corroboró, citando incluso fecha y cartel—la vez que Dominguín padre intentó, allí abajito, en el lugar donde habitualmente se sortea, elegir los morlacos que Luis Miguel había de despachar esa tarde. Y cómo fue que el juez de turno –los informantes dudaban entre Lázaro Martínez o Juan Pellicer Cámara—lo había obligado a sortear, pese a que el apoderado de la máxima figura hispana decía contar con la conformidad de sus alternantes mexicanos. Sucede que en el estira y afloja, Dominguín amenazó con quitar a su hijo del cartel, y entonces, el juez de plaza, sin dejarse intimidar, le respondió que podía proceder como quisiera, pero que de tomar esa decisión, él, como representante de la autoridad y reglamento en mano, se vería precisado a hacer del conocimiento del público las razones aducidas por Domingo González mediante la pizarra que se acostumbra fijar en las taquillas de la plaza cuando hay alguna modificación de última hora al cartel anunciado. Con esto, el astuto taurino de Quismondo quedó huérfano de argumentos y debió resignarse a sortear.

Real o inventada, la anécdota me gusta porque concuerda con todo lo que supe de primera mano o experimenté personalmente cuando la México era una plaza respetable en forma y fondo, en lo grande y en lo pequeño, en el ruedo y en los entretelones. Y lo era gracias a la fuerza y dignidad de sus autoridades y a la indudable competencia y saber de su masa crítica de aficionados.

Certeza intempral. Al margen de sorteos y componendas, es interesante tener constancia del extremo al que había llevado Rafael Guerra Bejarano –el mismísimo Guerrita al cual opuso Mazzantini el sorteo obligatorio– sus manejos bajo el agua tendientes a minimizar riesgos, que no eliminarlos por entero, mucho menos en aquella época de toracos y públicos nada reblandecidos. Y reconforta comprobar el papel asumido por la mejor crítica de entonces al denunciarlos y combatirlos resueltamente con bastante antelación a la solución práctica dada por Mazzantini al imponer el sorteo.

De Antonio Peña y Goñi, unos de los grandes de la crónica taurina en el último tercio del XIX, entresaco esta cita de su reseña de una corrida floja y chica de Saltillo que despacharon en Madrid El Espartero y Guerrita, que estaba en pleno auge y sazón. El festejo resultó un fiasco, pero la conclusión de Peña y Goñi que ahora cito no tiene desperdicio, pese al sabor levemente anacrónico de la redacción: “En cuanto desaparece el riesgo y el peligro se aleja, amortíguase el interés del público y se desvanece el mérito del lidiador. Sin emociones no hay corrida posible”.

Para fortuna de la Fiesta, en 1891 ya existía una oposición decidida a las componendas de taurinos y figuras, sin la cual su degradación, hoy como ayer, está fatalmente asegurada.

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