Por: Mario Vargas Llosa Foto: cnn.com
Los enemigos de la Tauromaquia se equivocan creyendo que la fiesta de los toros es un puro ejercicio de maldad en el que unas masas irracionales vuelcan un odio atávico contra la bestia. En verdad, detrás de la Fiesta, hay un culto amoroso y dedicado en el que el toro es el rey, el ganado de lidia existe porque existen las corridas y no al revés, si la fiesta desaparece, inevitablemente desaparecerán con ella todas las ganaderías de toros bravos, y estos en vez de llevar en adelante la bonancible vida vegetativa, deglutiendo yerbas en las dehesas y apartando a las moscas con el rabo que les desean los abolicionistas, pasarán a la simple inexistencia; y me atrevo a suponer que si se les dejara de elección entre ser un toro de lidia o no ser, es muy posible que los espléndidos cuadrúpedos, emblema de la energía vital desde la civilización cretense, elegirían ser lo que son ahora en vez de ser nada.
Si los abolicionistas visitaran una finca de ganado de lidia, se quedarían impresionados al ver los infinitos cuidados, el esmero, y el desmedido esfuerzo, para no hablar del coste material que significa criar a un toro bravo desde que está en el vientre de su madre hasta que sale a la plaza y de la libertad y privilegios que goza. Por eso, aunque a algunos les parezca paradójico, solo en los países taurinos, como España, Francia, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Portugal, se ama los toros con pasión, por eso existen estas ganaderías que con matices que tienen que ver con la tradición y las costumbres locales, constituyen toda un cultura que ha creado y cultiva con inmensa dedicación y acendrado amor una variedad de animales sin cuya existencia, una muy significativa parte de la obra de un García Lorca, un Hemingway, un Goya, un Picasso, para citar solo a cuatro de la larguísima estirpe de artistas de todos los géneros para los que la fiesta ha sido fuente de inspiración de creaciones maestras, quedaría bastante empobrecida.
¿Es más grave en términos morales la violencia que puede derivar de razones estéticas y artísticas que la que dimana del placer ventral?, me lo pregunto después de leer un impresionante artículo de Albert Boadella (ABC 18-4-04) acusando de fariseos a quienes horrorizados por las crueldades taurinas piden que se cierren las plazas, y que no tienen empacho sin embargo en atragantarse de sabrosas butifarras catalanas. ¿Que requiere la elaboración de la cualidad de esta exquisita delicatessen mediterránea?, que dos millones de cerdos vivan toda su vida en apenas dos metros cuadrados, mientras intentan encumbrar constantemente su patas sobre unas rejas por las que fluyen sus excrementos, su único movimiento posible, se reduce a inclinar ligeramente la cabeza para comer pienso, ya que el transporte al matadero se efectúa en idénticas condiciones.
No solo los cerdos son brutalmente torturados para satisfacer el caprichoso paladar de los humanos, prácticamente no hay animal comestible que a fin de aumentar el apetito y el goce del comensal, no sea sometido sin que a nadie parezca importarle mucho, a una barroca diversidad de suplicios y atrocidades, desde el hígado artificialmente hinchado de las aves para producir el sedoso paté, hasta las langostas y los camarones que son echados vivos al agua hirviendo porque al parecer, el espasmo agónico final que experimentan achicharrándose condimenta su carne con un plus especial, y los cangrejos a los que se amputa una pata al nacer para que la otra se deforme y agigante y ofrezca más alimento al refinado degustador.
Qué decir de la caza y de la pesca, deportes tan extendidos como prestigiosos en los cinco continentes; es verdad que en los países anglosajones, hay periódicas campañas contra la caza del zorro, animal que es despanzurrado por millares en cada estación apenas se levanta la veda por el puro placer del cazador de matar a balazos un animal cuya carne no se va a comer y con cuya piel no se va a abrigar, pero también se cierto que si su reproducción no fuera de algún modo contenida dentro de ciertos límites, terminaría provocando verdaderas catástrofes ecológicas. Y en cuanto a la pesca, actividad que hasta ahora que yo sepa, con la sola excepción de la caza de ballenas, no ha movilizado en su contra a los militantes del frente de defensa animal ni a los pacifistas a ultranza. Recomiendo a los amantes de literatura sádica y sobre todo a los practicantes del sadismo, leer un artículo donde Luis María Ansón («La pesca recreativa y las corridas de toros», «La Razón» 28-11-2004 ) describe los pormenores de la pesca del lucio en un río que caracolea entre las montañas suizas. Aunque es diferente, no corre la sangre, la operación es de un refinamiento en el ejercicio de la crueldad que pone los pelos de punta, sobre todo al final de la larga agonía cuando el pez, con el paladar ya destrozado por el anzuelo de triple punta, va muriendo asfixiado con los ojos saltados y atónitos entre coletazos que se apagan en cámara lenta.
Mal de muchos consuelo de tontos, no estoy tratando de demostrar nada con estos ejemplos que se podrían alargar hasta el infinito, sino diciendo que si se trata de poner un punto final a la violencia que los seres humanos infringen al mundo animal para alimentarse, vestirse, divertirse y gozar, ideal perfectamente legítimo, sin duda sano y generoso, ofrece tremebundas consecuencias, habrá que hacerlo de manera definitiva e integral, sin excepciones y a la vez sacrificando al mismo tiempo los toros y los zoológicos y por supuesto los placeres gastronómicos especialmente los carnívoros y las pieles, y todas las prendas de vestir y utensilios, objetos de cuero, piel y pelambreras y hasta las campañas de erradicación de ciertas especies, de insectos y alimañas. ¿Qué culpa puede tener el anopheles hembra de transmitir el paludismo, la rata la peste bubónica y el murciélago la rabia?, ¿se extermina acaso a los humanos portadores del sida, la sífilis o del contagioso catarro?, mejor que el mundo alcance esa utópica perfección en la que hombres y animales gozaran de los mismos derechos y privilegios, aunque claro está no de los mismos deberes, porque nadie hará entender a un tigre hambriento o a una serpiente malhumorada que se ha prohibido por la moral y por las leyes madrugarse a un bípedo o fulminarlo de un picotazo. Mientras no se materialice está utopía, seguiré defendiendo las corridas de toros por lo bellas y emocionantes que pueden ser, sin por supuesto, tratar de arrastrar a ellas a nadie que las rechace porque se aburre, o porque la violencia y la sangre que en ellas corre le repugna.
A mi me repugnan también pues soy una persona más bien pacífica, y creo que le ocurre a la inmensa mayoría de los aficionados, lo que nos conmueve y embeleza en una buena corrida, es justamente que la fascinante combinación de gracia y sabiduría, arrojo e inspiración de un torero y la bravura, nobleza y elegancia de un toro bravo, consiguen en una buena faena, en esa misteriosa complicidad que los encadena, eclipsar todo el dolor y el riesgo invertidos en ella, creando unas imágenes que participan al mismo tiempo de la integridad de la música y del movimiento de la danza, la plasticidad pictórica del arte y la profundidad efímera de un espectáculo teatral. Algo que tiene de rito e improvisación, y que se carga en un momento dado de religiosidad, de mito y de un simbolismo que representa la condición humana, ese misterio de que está hecha esta vida nuestra, que existe solo gracias a su contrapartida que es la muerte.
Las corridas de toros nos recuerdan dentro del hechizo en que nos sumen las buenas tardes, lo precaria que es la existencia y como gracias a esta frágil y perecedera naturaleza que es la suya, puede ser incomparablemente maravillosa.