¡Írelo! ¡Hágase!

 

¡Ah, que necio es! ¿No le digo?

Cargado con una pesada paca de avena, le dio con ella en los morros al toro que estorbaba su quehacer. El cinqueño, negro como la noche, enorme y cornalón, mordisqueaba impaciente la paja de los bordes, entorpeciendo el paso del vaquero hacia el pesebre. En su media lengua de campesino, Román así le ordenaba al trece que se hiciera a un lado, hablándole fuerte y golpeado, pero manteniendo la distancia del usted, como hacía con sus padres, con algunos de sus compadres de compromiso, con su patrón y, en general, con todas las gentes a quienes reconocía con una jerarquía mayor a la propia o con todos aquellos, hombres o bestias, que le imponían algún respeto. Tuteaba, en cambio, a los becerros, a los que insultaba y trataba de cabrones cuando se hacían los difíciles en los herraderos, o de chiquitos y bonitos cuando, según él, se ponían a modo y facilitaban la labor.

-No le hagas tanta confianza al toro, Román.

-Ni se apure, patrón, que el Trece sabe que yo soy el que le da de comer. El que si me tiene con pendiente es el «probe» del que le toque. Está rete grandote.

Y es que ya le tocaba, al Trece. Se había escapado de un festival cuando becerro, porque se las mascó y no se apareció nunca en la arreada. Ahí se fue el Doce. Cuando novillo, porque andaba con neumonía y se fueron entonces el Ocho y el Tres, el Cinco y el Uno.

el 13

Los demás, o salieron de cuatreños o se malograron entre enfermedades, accidentes, pleitos y cornadas. Asì que era el quedado de la camada. El toro que le seguía en edad llegaba apenas a los cuatro, y pertenecía a la tropa del año siguiente: un torito comodito y agradable, delantero, que se embarcó con el Trece y con otros cinco en el camión de la empresa.

-Me voy con estos güeyes, patrón, no les quieran dar serrucho por el camino.

-No les digas bueyes, que te van a oír. Son toros.

-Yo digo el chofer y su achichincle.

Unas cuantas horas después, el Tableao, hombre de las confianzas del Maestro, se puso muy delicado al ver al Trece en los corrales de la plaza. Como que era muy predecible, el Tableao, y como que les hacía muchos ascos a los toros.

¿Pero es que está loco tu patrón? Si esto no es Bilbao, coño. Ése pasa rapidito por la peluquería y además va de sobrero. Faltaba más.

Pos faltaba menos, porque ni pasa al recorte ni va de sobre. Se sortea mañana, y así como está de sombrerudo.

Y dígale de mi parte a su torero que si no quiere ver pitones, que se meta de jardinero. Yo traigo mis órdenes y usté se chinga. Y ora que me acuerdo, pos aléguele usté al ganadero. A mí qué me cuenta. Pos éste.

Era Román de mecha corta, y como además medía sus uno ochenta pasadizos, más la tejana, y traía al cinto una navaja pavorosa, de ésas que se usan para degollar borregos, pues la verdad es que el Tableao, de momento, reculó. Ya habría luego tiempo para escurrirle el bulto al toro. Ni modo que no se nos ocurra nada y ni modo que este patán igualado y el relamido de su patrón se anden saliendo con la suya. Pos estos.

-¿Cómo salió eso, Tableao?

-Muy pareja la corrida, Maestro. Unos dijes todos, menos unos que desentona por grandote, pero que voy a echar p’atrás.

Pero no se le rechazó, ni mucho menos, al Trece. Por el contrario, juez y veterinarios antes le hicieron malas caras al resto de la corrida, que venía francamente terciadita y contrastaba con semejante torazo.

Román, al sentirse apoyado por su patrón, que no cedió, peor de igualado se puso en el sorteo y, en un gesto de orgullo, los dos se corrieron alegremente el riesgo de quedar vetados. Los toreros pasan, se decían, pero las ganaderías permanecen. Que se joroben. Además, el toro va a salir de bandera, porque así fueron sus hermanas en tienta y así de buena es la reata de la que proviene. ¡Que está gordo? Pues sí. ¿Qué querían? ¿Una chiva? Si le toca, el chufla éste le va a cortar las orejas y entonces se olvidará de todo y volverá para pedirnos más.

Dicho y hecho: en la mañana del domingo, del sombrero del juez sacó el salado del Tableao el lote del Maestro, con el Trece anotado en la bolita arrugada de papel de fumar.

Cuando en el hotel lo supo el torero, puso a su lacayo como Dios al perico y rumiando su desgracia comenzó a imaginar la dulce venganza del veto: al ganadero, que de aquí en adelante se va a tener que comer a sus toros, para que vea que en esto el único que manda soy yo y, de una vez, a la empresa, por pendejos. Y es que, encima, como si no bastaran los cinco años, el numerito: trece. Son cojones. Pero orita van a ver la que les armo. Confirma el negro, ¿qué no? Y el que confirma, elige, ¿qué no?

-Negrito, llámale al juez pa’ decirle que quieres confirmar con el grandote, porque eres un dechado de afición.

-No la amuele, Maestro. Vengo desvelado.

-Te conviene, ahijado, te lo digo por tu bien. Ya verás como te embiste y la de corridas que vamos después a torear juntos. Les avisas enseguida al Tableao.

Por la tarde, llegó el Negro al patio de cuadrillas más pálido que un cirio y, meditabundo, se lió el capote de paseo para ocupar su sitio, en medio de las figuras.

Al sonar las notas del pasodoble, recorrió serio y desmonterado los cincuenta metros que lo separaban del burladero de matadores. Pero era un torero valiente y lleno de ilusiones, así que a pesar de su falta de experiencia, de la juerga que traía encima, de los nervios del debut y de saberse a punto de enfrentar al toro gordo, a los pocos pasos fue viviendo los milagros de sentirse torero, de descubrir que el miedo desaparecía y de convencerse de que esa tarde era la suya.

Hecho un león, recibió al Trece al hilo de las tablas, con un afarolado de rodillas que le resultó impecable y luego, ya en pie, le recetó al morito cuatro verónicas verticales, gustándose, y una media formidable. Crecido, se fue a los medios para intentar un quite por gaoneras, pero cuando quiso echarse el capote a la espalda, le adelantó un tanto la suerte al toro y el Trece entonces se le venció, prendiéndolo por un muslo, zarandeándolo feamente y dejándole de recuerdo un boquete por el que de inmediato el público, horrorizado, vio salir un chorro grande de sangre.

Pasada la confusión de la cogida, se llevaron los peones al Trece a los terrenos de la Porra y al Negrito al hule. Te quedaste sin confirmación, manito, ni modo.

Sólo ahí le cayó al Maestro el veinte de que a él le tocaba ahora matar al toro de marras, grande, en puntas y con la cuenta a su favor.

-¡Caballos! Que se tape ese chalao y que salga el Camotes. ¿Dónde está el Camotes?

El Camotes, picador de la cuadrilla del Maestro, experto matatoros, cuya principal virtud consistía en interpretar al vuelo la mirada de su torero para saber si había que ponerse más o menos durito, para dejar al toro en turno más o menos cadáver, estaba en esos momentos ocupado, dándole gusto al cuerpo. No se le ocurrió al Camotes avisarle a nadie, al fin que como el Maestro va segundo, en lo que acaba el Negro y comienza él, me da perfecto tiempo.

Yo no sé pa’ qué me cené anoche en Guadalajara las tortas ahogadas ésas después de la corrida, si ya sé lo pesadas que me caen. ¡Ah, pero qué buenas son!

Últimamente he abusado un poco de la comida pero, ¡qué caray!, la vida es corta.

Mientras me den calzona, castoreño y caballo, a gozar, que si tuviera que correr a los toros o ponerles banderillas, ahí sí que en la madre.

Dos veces fue el Trece a la contraquerencia y dos veces lo quitaron. Lo traían del tinto al tango, ganando tiempo, pero ya habían pasado más de once minutos desde la cornada y, ante los bocinazos del palco y los gritos impacientes del respetable, no había manera de seguir haciéndose patos.

Ese Camotes también me las va a pagar, junto con la empresa y el ganadero. Y hasta el puñetero del Negro, mecachis su estampa, mira que dejarse coger así. El jodido intentaba pegarme un baño. A mí, que podría ser su padre. Es más, que soy su padre. Quiso hacerle fiestas al paquidermo, nomás por joderme y, ¡claro!, lo metió pa’ dentro, bien metido.

En ésas salió el Camotes, muy quitado de la pena. Y medio mató al toro, como siempre.

Y luego el Maestro se arrimó y le hizo lo suyo, como siempre. Y le cortó las orejas, como siempre, después de un estocadón con la marca de la casa, del que salió rebotado, que lo mató pa’ siempre como siempre.

Al ganadero no lo vetó el Maestro. Por el contrario, y precisamente como lo había pronosticado él mismo, le pidió más toros, que alimentó Román con muchas pacas de avena.

Al Negro lo mantuvo en activo, dándole algunas corridas. No muchas, es cierto, pero sí las suficientes como para tenerlo quieto, tranquilizo y fiel.

Con la empresa firmó cada año por esas fechas, hasta el de su retiro que, tristemente, resultó un poco amargo.

No mucho tiempo después de la temporada del cuento, la misma afición que se rendía a sus pies y que le concedió las orejas del Trece, terminó cansada, harta de marrullerías, y le volteó cruelmente la espalda, pitándolo en cuanta plaza se presentó.

Adiós, mamá Carlota. Paso a los nuevos.

Quien sí tuvo un final feliz, fue el Camotes.

Montó en Guadalajara un puesto de ahogadas, en sociedad con el Tableao.

Prosperaron juntos en un negocio de amplios y generosos márgenes, empleando sencillo procedimiento que consistía en afeitar las carnitas de las tortas, rellenando el hueco con un poquito más de frijoles de los que exige la receta.

Claro que, a veces, la clientela protestaba.

Pero, afortunadamente, sólo en muy contadas ocasiones.

Este cuento fue escrito en México, D.F., el 18 de julio del 2006, por «El tío Vinagres».

 

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