Reflexiones extemporáneas sobre el triunfo de Morante y Aguado ante una corrida ruinosa
Por: Antonio Lorca
El pasado 31 de agosto, en la plaza de Ronda, hubo algo más que una nueva celebración de la tradicional corrida goyesca en recuerdo de Pedro Romero y Antonio Ordóñez.
En Ronda, en uno de los festejos emblemáticos de la temporada, se legitimó, una vez más, que el toro es un comparsa, un acompañante secundario de una nueva fiesta: la de los toreros.
El asunto no es nuevo, pero sí relevante. Es la constatación del pernicioso y profundo cambio que se está produciendo en la tauromaquia moderna, la antesala de su desaparición, con el visto bueno de las figuras, los ganaderos, los empresarios y el público.
Si no hay toro, como no lo hubo en Ronda, el espectáculo se desnaturaliza; si no hay toro, la tauromaquia se convierte en un baile estético que solo puede interesar a un público ocasional, circunstancial y propio del moderno fenómeno fan, que desaparece con el ídolo al que sigue.
Ronda debe ser la guinda de la tauromaquia y no un problema
La tauromaquia es algo más serio.
Sin embargo, -las cosas, como son- el empresario de la plaza, Francisco Rivera Ordóñez, debiera recibir un premio por ser uno de los poquísimos gestores que ha conseguido colgar este año el cartel de ‘no hay billetes’ en una corrida de toros.
No, no es una ironía. Acabar el papel en la taquilla días antes de la fecha de celebración de un festejo es una gesta que no está al alcance de cualquiera.
Si, además, se cortan cuatro orejas, un torero sale a hombros y el público se lo pasa en grande, pero que muy en grande, el festejo es un éxito. Sin duda.
El suceso acaeció en la LXIII corrida goyesca de Ronda, en la que actuaron Morante de la Puebla y Pablo Aguado, dos artistas sevillanos; el primero, veterano ya, un orfebre que dibuja genialidades, y un hombre, también, aparentemente atormentado por extraños vaivenes que le han impedido hasta ahora firmar una brillante carrera; y Aguado, novel todavía, y figura consagrada desde una tarde del pasado abril en la que encandiló al mundo con un toreo sublime, misterioso e incandescente.
Uno y otro, y por los mismos motivos, se hacen acompañar por una nutrida legión de partidarios enfervorizados, hinchas de bufanda, gorra y bandera, como en el fútbol, aficionados se dicen, pero más se parecen a amigos o familiares de la pareja, de esos que gritan y jalean desde el paseíllo y creen ver toreo eterno en cada lance.
Unos seis mil se dieron cita en la histórica plaza de Ronda, aguantaron con algarabía los estragos del termómetro y justificaron el esfuerzo del bolsillo -el precio de las entradas oscilaba entre los 70 euros de las últimas filas de sol y los 155 en la sombra baja- con instantes que habrán quedado para siempre en su recuerdo.
Ocurre, no obstante, que nada es perfecto.
En Ronda hubo otros actores que pasaron desapercibidos desde el momento mismo del anuncio del festejo: los toros de Juan Pedro Domecq, inválidos, amuermados y noqueados todos ellos desde que pisaron la arena, incapaces siquiera, de jugar el papel que el torerismo les asigna porque su ausencia de pujanza se lo impidió.
¿Cómo es que todos los toros estaban moribundos? ¿Enfermos, quizá?
Pero poco importó. Es más, no importó nada. Fue una corrida sin toros. Y lo que es más grave: una corrida exitosa sin toros. Una corrida nueva.
A raíz de aquí se pueden hacer algunas reflexiones inconvenientes.
1.- El maestro Antonio Ordóñez consiguió que la corrida goyesca se la considerara una de las emblemáticas del año. Es verdad que eran otros tiempos; y la fiesta ocupaba un lugar preeminente del que ha sido desbancada.
2.- Rivera Ordóñez, su nieto y heredero, no puede aspirar a anunciar el mejor cartel posible de toreros, y repetir, año tras año, lo más ruinoso del campo bravo.
3.- Nada tiene importancia si no hay toro y la corrida se torna en un sucedáneo. Si la estética supera a la épica no existe la lidia. En otras palabras, la Goyesca de Ronda no puede ser verdugo de la tauromaquia. El toro es el protagonista y no el actor del papel más secundario.
4.- Ronda debe ser la guinda de la fiesta de los toros, y no un problema. Ronda no puede certificar la muerte de la tauromaquia auténtica y legitimar su decadencia.
5.- Y hablando de toros… Lo visto en Ronda no tiene explicación. ¿Cómo es que todos los toros estaban moribundos? ¿Enfermos, quizás? ¿Había alguna otra razón que justificara su estado? ¿Cómo es que no se escuchó una sola protesta?
6.- Ya está bien, además, de justificar y amparar lo injustificable. Ya está bien de lugares comunes, poesía de baratija y discursos intencionadamente edulcorados para no molestar y esquivar la verdad de la fiesta de los toros. La ocultación de sus males no es el camino para la solución; por el contrario garantiza su pervivencia.
7. Visto lo visto, Ronda no es un ejemplo a seguir. La histórica plaza no puede refrendar la muerte de la fiesta de los toros para que surja otra, descafeinada, aburrida, insulsa y herética, aunque la actitud generosa, familiar y triunfalista de seis mil personas turbe el ánimo y dulcifique el ambiente.
8.- Pero, aunque pese, la realidad es inequívoca: el toro está moribundo y la tauromaquia, en peligro. ¡Viva la fiesta de los toreros!, gritó la plaza de Ronda.