DON TOMÁS

A Sebastián Palomo y “Cigarrón” de Atanasio

Don Tomás conservaba aún una recia planta, espejo de aquella jaque que tuvo en su juventud.

Pasado de largo los 60, mantenía su pelo negro (con algo de ayuda) al igual que el amplio mostacho que le cubría el labio superior. Sus ojos vivísimos, eran altivos y sus ademanes por lo regular enérgicos.

Hombre curtido, de tez oscura, que le resaltaba aún más sobre la blanca gorguera de su uniforme en los días de Corrida.

Vestía impecablemente y gustaba de lustrar, con paciencia infinita, sus negras botas de cuero en las que de costumbre no había ni una mala mota de polvo.

Vivía como nadie el orgullo de abrir plaza, pues su oficio dominical y festivo era, como no podía ser otro, el de alguacilillo.

Todos los años reponía el penacho bicolor de su sombrero y gastaba parte de su sueldo de empleado en el matadero municipal, en tener a punto sus uniformes, pues tenía dos, uno grueso de terciopelo para el principio y el final de la temporada y otro en tela más fresca y ligera, para los tiempos de canícula.

Don Tomás llevaba ya más de 40 años ejerciendo su oficio, empezó con alrededor de 20 años, siguiendo la tradición familiar vigente desde su bisabuelo “en los tiempos del señor Cúchares”.

A estas alturas llevaba perdida la cuenta de las veces que había hecho el despeje de plaza ¿Dos mil? ¿Dos mil quinientas? ¡Quién sabe!

Recordaba a todos los toreros, a los grandes y a los menores, a todos.

Para él, era un honor entregar los trofeos que cada tarde los Matadores de turno hubiesen podido obtener. Lo hacía ceremonioso, con respeto, y apreciaba que el Matador los recogiera también según la tradición siguiendo el ritual o protocolo que como en todas las facetas del toreo debe haber.

Don Tomás era un clásico.

DON TOMÁS

Recordaba, como buen aficionado que era, las grandes faenas, los triunfos, las anécdotas y también los fracasos, algunos escándalos y como no podía ser de otro modo, las aciagas tardes de algunas tragedias.

Él tenía su concepto del toreo, un concepto largo y dominador, muy castellano. Su torero de siempre y muy por encima de todos fue Domingo Ortega.

“Ah, Ortega… ¡Ese si que podía! ¡templaba como nadie y desde el principio…! ¡Desde los primeros lances en el recibo de su capote…!”

Admitía otras opiniones, eso sí, pero indefectiblemente hacía que vinieran a acabar en… Ortega.

Admiró, naturalmente, a muchos toreros, pero jamás se permitió un tuteo o alguna familiaridad momentánea con ellos, los respetaba demasiado, aún cuando, sus estilos o conceptos, fueran radicalmente opuestos a lo que creía debía de ser el torear o el cómo comportarse en la plaza.

Don Tomás sabía que fuera de los estilos o las escuelas, fuera de las personalidades más o menos publicitarias con la que los ídolos del momento contentaban a su público, esos hombres se jugaban la vida y lo hacían cada tarde, sin trampa ni cartón, a la vista de todos y algunas veces… la podían perder.

Vio desde muy joven la tragedia, aquella tarde de mayo, cuando «Poca Pena» malogró la vida y el sonriente futuro de un joven valenciano algo mayor que él. Después vendrían otros, pero para Don Tomás ningún drama como aquel que le dejó un recuerdo horrorosamente imborrable.

En estos días imperaba un nuevo suceso, un fenómeno, como algunos definían, Manuel Benítez «El Cordobés» venido de Córdoba, nada que ver con aquel otro «Monstruo», Manuel Rodríguez, «Manolete», también de la misma capital andaluza y que acaparó buena parte de la posguerra.

Éste de hoy, al hilo de los tiempos, lleva el pelo revuelto y largo, en el andar y en el vestir un desaliño antitético con los cánones de la tradición y la elegancia del toreo. Las masas le aclamaban y él las dirigía con un gesto, con una mirada, pero sobretodo con una sonrisa amplia y contagiosa y un estilo personal e inclasificable, pero que, bajo todo ese andamiaje, tenía un poder evidente sobre los toros a los que con unas prodigiosas muñecas y unas facultades inusuales domeñaba al parecer sin el más mínimo esfuerzo.

Don Tomás no le admiraba, su concepto era otro mucho más cercano al de un Luis Miguel todavía en activo, más castellano, como el de Santiago Martín “El Viti”, venido de tierras charras, más anclado en las tradiciones, en la liturgia del toreo como aún mantenía el último vástago en activo de la dinastía Bienvenida, en fin, otra forma de sentir y apreciar que ya estaba pareciendo en desuso.

El viejo alguacilillo miraba ahora a la muchedumbre que poblaban la plaza, también ella había cambiado, los caballeros ya no solían vestir traje, ni se cubrían con sombrero, las señoras desconocían el uso de la mantilla y algunas, sólo

algunas, realzaban su belleza con los claveles que aún vendían en la plaza las floristas de siempre.

El público se trocó en heterogéneo (siempre lo había sido, pero ahora más), los tendidos verborreaban en lenguas y dialectos indescifrables como los de una babel circular y colorista. Algunos venidos de lejanas tierras, de allá por Oriente, dejaban su asiento al unísono tras la muerte del tercer toro y en fila india abandonaban la plaza tras la banderita agitada, que ahora llevaba a Segovia a cenar asado en “Casa Cándido” o perdices en «La Venta de Aires» de Toledo.

En tiempo de calor, en los despoblados tendidos de granito, se podía ver a hombres y mujeres despojarse de parte de su atuendo y, después de untarse aceite, repantigarse al sol moviendo de vez en cuando el programa de la corrida como si de un improvisado Paipái se tratara.

El aficionado, el entendido seguía yendo poco, cada vez estaban más camuflado, se le perdía el rastro y apenas se le podía oír expresarse como en otros tiempos se oía al popular “Ronquillo”, poniendo el dedo en la llaga, a veces con mordacidad y sarcasmo, pero siempre con el respeto del que considera lo que abajo todos se juegan.

No, ahora las voces extemporáneas, insolentes, faltas del juicio que toda crítica a de tener por estar fundamentada en el saber, se oía a diestro y siniestro, incomodando, no sólo el torero en su quehacer sino al resto de los espectadores, los unos por entendidos, los otros por legos, quienes no dejando de ver el peligro cierto que siempre supone verse delante de un toro, no comprendían las vociferantes diatribas, a veces próximas al insulto, por las que algunos congestionados individuos querían llegar a ser reconocidos como los poseedores de los valores fundamentales de la Fiesta y su verdad suprema.

La virulencia de estos “aficionados” solo cesaban de vez en cuando, bien ante una faena que el resto aplaudía más alto que sus voces o ante el silencio sobrecogedor y elocuente de algún drama, sucedido ante sus ojos de la manera habitual, rápida y brutal.

Don Tomás veía todo esto, veía la misma plaza por la que parecía no haber pasado el tiempo, su ladrillo, su granito, la veleta con el toro negro, el palco de honor, los portones, todo, todo el escenario de sus gloriosos recuerdos. Veía a todos aquellos hombres que, jugándose la vida, habían ofrecido lo mejor y lo peor de momentos irrepetibles vividos allí junto a él. Momentos mágicos, detenidos en el tiempo del recuerdo junto a tantos toros que, uno tras otro, fueron saliendo de aquellos negros adentros…

Todo esto veía el viejo alguacilillo pasar hacia atrás y al mismo tiempo, hacia delante, los nuevos hombres, las ilusiones siempre renovadas en cada paseíllo, el colorido, la juventud, el futuro…

Hoy Don Tomás despejará por última vez, a su derecha le acompañaba Francisco, su nieto, un joven con el pelo un poco más largo con la mirada al frente, vestido a la usanza tradicional pero con más prisas, más nervios y menos templanza.

Su torero es Miguel Mateo, de Algeciras, impetuoso y atlético, con valor probado, que tuvo el descaro y la osadía de saltar al ruedo vestido de paisano y tutear con la mano encima del lomo al toro de un compañero y sin embargo rival, como maniobra de desacato a los despachos, que juzgaba le habían perjudicado en beneficio de aquel.

Son ya otros tiempos, piensa para si Don Tomás, y tras pedir la venia y las llaves a la Presidencia vuelve grupas hacia el portón por donde ya salen dispuestos a hacer el paseíllo Andrés Vázquez “El Nono” de Villalpando, provincia de Zamora, Curro Rivera, de San Luis Potosí, México y Sebastián Palomo, de Linares, Jaén.

¡QUE DIOS REPARTA SUERTE!

Fuente: 14 Taurigrafías 14 / Pablo Lozano Perea / Modus Operandi Arte y Producción S.L., Madrid, 2016.

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