El cuarto toro, “Mecanizado”, debe estar en la gloria para siempre.
Eran las ocho y cuarto de la tarde cuando Mecanizado, un victorino cárdeno de 544 kilos, recibía los honores de la vuelta al ruedo ante una Maestranza conmovida tras haber sido testigo de uno de los misterios más deslumbrantes de la naturaleza: la bravura.
El cadáver del animal quedó en manos de los matarifes y a estas horas ya estará hecho filetes, pero en el ambiente, en el alma de los presentes y en la historia del toreo figura con letras del oro un toro criado para la emoción y la gloria.
Presentó sus credenciales nada más aparecer por la puerta de chiqueros. Vio el primer capote y se lo quiso comer con ansiedad, de modo que no permitió el lucimiento de quien se lo presentó. Acudió con presteza al caballo, al que empujó con los riñones, aunque salió suelto al final; volvió de nuevo a la llamada del picador, esta vez de largo, y apretó con fijeza antes de cabecear en el peto.
Fue una locomotora moderna cuando lo citaron en banderillas y obedeció al cite con alegre velocidad.
Y ya en el último tercio, ahormado el toro en su extrema calidad y convencido de su afán de lucha hasta el final, embistió con largura, nobleza y fijeza hasta que la muerte lo separó de este mundo.
Fue excepcional por los dos lados, aún mejor, quizá, por el derecho, y acudía con templanza, con dulzura, humillado siempre e incansable en su prontitud.
Fueron unos siete minutos de belleza excelsa que no justifican tantas tardes de hastío, pero alivian los sufridos espíritus.
Le concedieron la vuelta al ruedo, y para su pena, y la de todos, se llevó con él las orejas.
Su matador fue Antonio Ferrera, quien se lamentará durante mucho tiempo de su escasa puntería con los aceros, que le impidieron presumir de un triunfo ante un toro de categoría.
Pero, quién sabe, quizá hubo justicia.
La bravura es un misterio tan deslumbrante que te ciega y te desnuda. Es casi un milagro estar a la altura de un toro bravo; porque su condición es como una sesión de fuegos artificiales que obliga a pensar con la cabeza, a crear con el espíritu, y a discernir mil detalles en décimas de segundo. Y, aun así, corres el peligro de que la belleza de la bravura te atrape y te anule.
Ferrera estuvo todo lo mejor que él puede estar. Con la figura arqueada, despegado siempre y en un intento permanente de no desmerecer de la calidad de su oponente. Alguna tanda de derechazos tuvo hondura y, en especial, los hermosos ayudados finales por bajo. Cuando montó la espada tenía ganado el excesivo premio de las dos orejas, pero no pudo ser.
Ferrera tuvo la fortuna de disfrutar de un toro bravo; egoísta, también, el animal, que quiso toda la gloria para él, y para quienes pudimos disfrutar del espectáculo.
Las paradojas de la vida han querido que un artista esté hoy en los mostradores de un mercado de abastos. Maldita sea. Mecanizado debe estar en la gloria para siempre.
Nada pudo hacer Ferrera con su primero, un toro precioso que iba maquillado de bravo y solo lucía fachada. Escribano, por su parte, le cortó una oreja facilona al tercero, encastado y noble, de enorme calidad por el pitón izquierdo. Hubo seis naturales de categoría en el conjunto de una labor insípida, falta de unidad y pensada a borbotones. Solo voluntad pudo esgrimir ante el descastado sexto.
Y El Cid, especialista en este hierro, no acabó de encontrarse ni con el marmolillo primero ni el complicado quinto, que exigía dar un paso que el torero se ahorró.
Para siempre, no obstante, nos quedará el gozo de la bravura, que, aunque fugaz, es eterno.
He ahí su misterio…
FUENTE: http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/23/actualidad/1429817887_998607.html