Por: Carlos Horacio Reyes Ibarra

TAUROMAQUIA. Alcalino.- TLAXCALA PROMUEVE CULTURA; MADRID PREMIA Y CASTIGA

La tauromaquia es mucho más que una serie de corridas, por importantes y prometedoras que se presenten. Es también la historia de una gestación y una larga evolución, tanto de la técnica y la estética taurinas como del toro de lidia –con su amplia gama de encastes, hechuras y comportamientos–, la galería de sus próceres paradigmáticos o trágicos o ambas cosas, innumerables efemérides de todo signo y una interminable colección de anécdotas. Y está, además, la proyección de todo eso hacia el exterior, lo que ha dado por resultado una riquísima suma de manifestaciones artísticas de toda índole: literatura, pintura, escultura, poesía, teatro, cine, danza, arquitectura –empezando por la de las propias plazas de toros–, mucha música, tanto popular como culta, en fin…

Para el aficionado común y para los taurinos todo ese universo había permanecido a la sombra, fijada preferentemente nuestra atención en el toro y el torero, en la corrida hoy y en el cartel de mañana. Hasta que las mismas circunstancias contrarias a la fiesta nos fueron empujando a reconocerla como una totalidad cultural que no se agota en los sucesos de cada tarde porque integra un microcosmos temático virtualmente inagotable.

El despertar de esa conciencia de los valores y objetos inherentes del toreo como arte, y como generador de arte más allá de sí mismo, ha movido a personajes con lucidez, ideas y pasión por la fiesta de toros a programar esa especie de ferias culturales –de cultura taurina, se entiende—que se van extendiendo en paralelo a las tradicionales corridas de feria en algunas ciudades de la república. Desde hace años, esta columna viene dando cuenta puntual de, por ejemplo, Los Toros Hablados, la serie de conferencias que se desarrollan anualmente gracias al cuidado y afición del grupo Arte, Tradición y Cultura, heredero de la antigua Asociación Taurina de Puebla; y, desde luego, de la rumbosa temporada taurocultural organizada en Zacatecas a lo largo del mes de septiembre, que cuenta conferencias, mesas redondas, presentaciones de libros, exposiciones, conciertos, películas y coloquios espléndidamente urdidos por el patronato que encabezan Manuel Sescosse y Juan Enríquez con el apoyo organizativo de Juan Antonio de Labra. Y en Aguascalientes, Guadalajara o Monterrey, la cultura del toro tampoco está ausente.

Tlaxcala no se ha quedado atrás. Partiendo del de 2012, lleva organizadas dos reuniones internacionales de catadura mayor por cuenta del Instituto Tlaxcalteca de Tauromaquia, con Luis Mariano Andalco al frente, que no cesa de programar infinidad de actividades de índole cultural relacionadas con la fiesta brava, generalmente simultaneándolas a las series taurinas de la región, no limitadas al corredor Tlaxcala-Apizaco-Huamantla. Y ahora, difundidos ya los carteles de la feria de Todos Santos en la capital del estado, nos aguarda una sorpresa más, que Luis Mariano develará este miércoles ante la prensa especializada, y cuyos actos se concretarán en la última semana de octubre. No es cosa de adelantar

aquí lo que en pocos días será del dominio público, pero me consta que nos espera un invitado de lujo, que desde el campo de la filosofía se ha destacado por su sabia cuanto ardiente defensa de las corridas de toros frente a la descompuesta embestida taurofóbica.

Ya habrá ocasión para extendernos en el tema en posteriores columnas.

Feria de Otoño. Sabido es que Simón Casas gusta de rizar el rizo, tanto que a veces se le pasa la mano. El año anterior había lanzado la novedad del bombo, a cuya aleatoria suerte se avino sin pensárselo mucho Alejandro Talavante, como también, entre otros, Urdiales y Luis David; vida duradera le auguró el francés a su invento, pero solamente se extendió hasta el San Isidro siguiente, si bien levantando considerable ámpula en el medio.

Esta vez ha armado la madrileña Feria de Otoño en torno a una encerrona, en la que Antonio Ferrera expondría, contra toda prudencia, su paso triunfal por San Isidro, y a un mano a mano, que el público juzgó inmotivado, entre Miguel Ángel Perera y Paco Ureña. Buscaba animar con esos dos golpes de efecto una cartelería a la que los ases se resistieron más de la cuenta, dificultándole la integración de combinaciones atractivas. Tanto que tuvo que recurrir el galo al anuncio de una nueva despedida madrileña de El Cid –tras la celebrada en mayo–, sabedor del antiguo afecto de la afición capitalina hacia Manuel Jesús y pendiente de reforzar una taquilla que se presumía rala.

Favoritismos y aversiones. El público de Las Ventas, dictatorialmente gobernado desde el “7”, acentuó filias y fobias con su saña acostumbrada. Con El Cid, para empezar por su despedida bis del viernes 4, prodigó complacencias y honores hasta la exageración. No caminó la destartalada corrida de Fuente Ymbro –que lo digan Emilio de Justo y Ginés Marín—pero eso importó poco a la hora de agasajar al torero de Salteras, llamarle dos veces a saludar una vez deshecho el paseo de cuadrillas, reclamarle para una cálida vuelta al ruedo a la muerte del último toro que lidiaba en Madrid –tras un volapié modélico, eso sí—y sacarlo en hombros por la puerta de cuadrillas al final del insulso festejo.

Más de lo mismo: el domingo anterior Madrid le había confirmado a Paco Ureña que es, por ahora, su torero mimado. Recibido con júbilo en tanto se le impedía a Perera unirse con timidez al caluroso saludo previo a que saliera el primero de la tarde, ni siquiera necesitó prodigarse el lorquino más allá de sus habituales apuntes sentimentales para tumbarle, al segundo, la única oreja del festejo. “La toma de partido por Ureña tuvo carácter sectario”, escribió Barquerito con justa razón.

Faena grande. Y eso que Perera le cuajó al colorado quinto, de Juan Pedro Domecq, lo que sería con mucho la faena de la feria. Gran toro, voceó la crítica casi a una voz. Pero resulta que “Portugués” no lo pareció en absoluto durante los dos primeros tercios, con su matador en plan de lidiador concienzudo, y convencido antes que nadie que muleta en

mano había que darle plaza para alegrarlo, y llevarlo muy despacio, largo y templado para que aprendiera a ligar las embestidas. Así las cosas, el colorado fue dando de sí hasta terminar planeando en pos del engaño. Pero cuánto mérito tuvo la clarividente actitud del extremeño, gran torero cuyas virtudes lidiadoras y artísticas suelen reconocerse como con sordina, sin acabar nunca de incorporarlo –hablo de la crítica en general—al contingente de las principales figuras actuales, una actualidad que le dura ya tres lustros. Más de uno habrá respirado cuando Miguel Ángel pinchó a “Portugués” y aún más con su feo metisaca en los bajos. Menos mal que al público, arisco y todo, no se le escapó la elevada calidad de la faena y lo obligó a recorrer el anillo, a lo que el diestro se resistía en principio.

También se vieron duros los madrileños el sábado 28 con el francés Juan Leal, que, desanimado, dio un mitin con la espada y fue avisado dos veces en ese toro y una más en el quinto; se había arrimado a ambos con tanta entrega como falta de tino. Ese día El Puerto de San Lorenzo mandó media corrida más que aceptable –los tres primeros—y Daniel Luque toreó con majeza y temple al abreplaza sin encontrar mayor eco en los tendidos, tal vez porque el toro acusó cierta sosería. Con Juan Ortega, en cambio, la gente estuvo de dulce: es torero de pellizco, mas exhibió carencia de plan y de sitio.

La hora de Ferrera. Apostó por lo diferente. Y ganó. Mucho le debe a la alegoría de quites mexicanos con que salpicó su tarde. La salpicó de fantasía –que es la exacerbación de la imaginación en libertad–, y la aderezó con temple muletero y remates inesperados, más de otras épocas que de la presente, tan enferma de monotonía. Hasta las cuadrillas se contagiaron y vimos puyazos de ley, pares extraordinarios –quiebro del matador incluido, al sexto–, incluso Raúl Ramírez se animó con el salto de la garrocha. Más que de alguna faena memorable hay que hablar de detalles insólitos, de una tarde para el recuerdo. Material para la discusión habrá de sobra. Antonio Ferrera se los deja a los críticos mientras disfruta, con la oreja de los dos últimos –de Domingo Hernández y Victoriano del Río, magnífico éste, en tarde de cinco hierros–, una nueva y clamorosa salida en hombros.

Dos puertas grandes. La otra la había abierto en el estreno de feria (día 27) el prometedor novillero talaverano Tomás Rufo, luego de cortar oreja a sus dos utreros de Fuente Ymbro, en tarde torera del francés Raphael Raucoule “El Rafi”, joven de talante más bien técnico, y de valerosa entrega por parte de Fernando Plaza, cogido sin consecuencias.

Porque ayer no hubo de piña. El flojo encierro de Adolfo Martín no permitió que saliera nada importante de los capotes y muletas de la terna, y si acaso alegró la tarde un arriesgado tercio de banderillas de Manuel Escribano. Sólo el cuarto, cuando Curro Díaz lo llevó largo en vez de codillear, tomó bien la muleta por el izquierdo. Inédito López Chávez, el veterano y valeroso salmantino. Y casi lleno el coso venteño en el cierre de una desigual feria de otoño.

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