Por: Carlos Horacio Reyes Ibarra

TAUROMAQUIA. Alcalino.- Escenarios después de la batalla (2)

Es sabido que la propaganda, política o comercial, persigue distorsionar el significado de las palabras, y que la víctima primera de la demagogia y la publicidad es la semántica. Acudamos, pues, en su auxilio, para empezar a desmontar las falacias que la taurofobia esparce. Se trata de un paso indispensable para entablar cualquier discusión honesta en defensa de la tauromaquia.

Deshumanizar. Una de las tácticas de uso universal encaminadas a desacreditar a alguien consiste en poner en duda su condición humana o de plano despojarlo de ella, sobre todo en lo que tiene de categoría moral. No es de extrañar, entonces, que los calificativos que el activismo taurófobo nos aplica con mayor asiduidad sean los reservados a seres sin escrúpulos, violentos, sádicos e insensibles a la compasión. Naturalmente sin aportar la menor prueba al respecto y en el exacto tono –ése sí violento, agresivo y descalificador—que mejor y más pronto consiga sorprender incautos y enrolarlos a su causa.

Tortura. Asistir a una corrida, dicen los antis, es regocijarse con la tortura a un animal indefenso, arteramente atacado por desalmados maltratadores. ¿Ocurre esto realmente? El diccionario de la Real Academia Española define tortura como “grave dolor físico o psicológico  infligido a alguien, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión o como castigo”. Aunque esta definición se refiere evidentemente a la tortura aplicada a seres humanos, se puede extender a cualquier acto de crueldad contra aves o mamíferos… pero condicionado a la indefensión de la víctima, situación que no cabe imaginar en el toro de lidia, cuya bravura y armamento ofensivo están presentes y actuantes en todo momento, amén de que el toreo se basa en una serie de reglas claramente orientadas a equilibrar el duelo entre el animal y el hombre, contándose además para ello con la inmediata sanción del público y de la autoridad de la plaza.

Encuesta. El presunto interés de la sociedad por abolir prácticas anacrónicas es el principal caballo de batalla que esgrime la taurofobia profesional. Pero al asumir como ciertos, de cara al público, los resultados de sus oficiosas encuestas demostrativas de tal “voluntad ciudadana”, invariablemente omiten detallar el método seguido para obtenerlas así como las preguntas formuladas. Sin esa información esencial, no hay “encuesta” que valga. Lo que hay es la franca intención de mentir, tomando por sorpresa a la opinión pública.

Y algo similar ocurre con la recogida de firmas que acostumbran publicitar con propósitos abolicionistas, firmas nunca autentificadas y, por lo tanto, susceptibles de manipularse e inclusive inventarse sin el menor recato.

Supremacismo. Término de moda sin registro en el diccionario pero inequívocamente ligado a la idea de que existen dentro del sistema sociocultural grupos humanos superiores al resto de la población y merecedores, por lo tanto, de trato privilegiado y poderes de acción y decisión exclusivos e irrebatibles. El supremacismo está en la base de las discriminaciones de todo tipo que, a partir de este espurio derecho natural, tales privilegiados reclaman para sí y en detrimento del resto de la sociedad o de minorías elegidas por ellos para su sometimiento en razón de una supuesta inferioridad intelectual, racial, sexual, religiosa, etc. La descalificación extrema atañe al terreno moral, de modo que el blanco de sus iras sea aquella gente cuyas insensibilidad, malignidad y perversidad están fuera de duda sin necesidad de demostración alguna.

Censura y democracia. Son términos antagónicos, ya que la censura es un acto de autoridad que suprime la libertad de expresión en alguna de sus manifestaciones concretas –que puede ser oral, escrita, artística, religiosa, laboral, etc.–, en detrimento tanto del emisor como del receptor de la misma. Históricamente ha sido un arma de control ejercida por regímenes absolutistas o totalitarios –la Inquisición y el nazifascismo son ejemplos paradigmáticos–, y, salvo casos de gravedad extrema, es repudiada por las democracias liberales modernas porque atenta contra los derechos humanos. Pretender ejercerla contra la tauromaquia es un acto supremacista que pone por encima de las preferencias  culturales de ciertas personas unos hipotéticos derechos de los animales.

Tan absurdo como suena.

El debate legal. Reclama la obvia y decisiva participación de expertos en derecho, pero admite, en principio, el recurso al sentido común y a la información debidamente contrastada. En este sentido, deben denunciarse algunas afirmaciones temerarias de la contraparte antitaurina, que habría que sumar al uso que usualmente hacen de “encuestas” y “firmas” como factores de la “voluntad ciudadana”.

Por ejemplo, está la afirmación, recientemente escuchada en Puebla, de que “la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha reconocido que la tauromaquia es inconstitucional”. La realidad es que la SCJN no se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de las corridas de toros, luego de que, en 2018, taurinos del estado de Coahuila se desistieron de ampararse legalmente contra la prohibición decretada por el Congreso de dicha entidad federativa.

Y hay una prueba fundamental en contra de la falacia esparcida por las taurófobos: en noviembre de 2020, en respuesta un amparo interpuesto en Tijuana, la SCJN declaró inconstitucional prohibir que menores de edad asistan o participen en festejos taurinos.

Ecología. Tremolar la bandera del ambientalismo en contra de las corridas es otra sinrazón fácil de rebatir. Basta recordar la variada gama de ecosistemas que el toro de lidia tiene por hábitat, de acuerdo con la ubicación de cada ganadería, para reconocer las bondades ecológicas implicadas en su crianza. Y eso sin contar que la calidad de vida, a lo largo de cuatro años o más, de esos toros supuestamente torturados en el transcurso del rito sacrificial taurino, es más alta que para cualquier otro animal bajo custodia humana.   

Por otro lado, no hay ningún tratado internacional de tema ambiental que el Estado mexicano haya dejado de suscribir, y eso lo compromete a proteger la raza “toro de lidia”, que la ciencia ha demostrado contiene un genoma exclusivo y endémico de este país, el cual se perdería irremediablemente con la supresión de la tauromaquia.

Sobre Tauromaquia y sacrificio. Vienen al caso las lúcidas palabras que el ilustre humanista y literato Raúl Dorra, profesor e investigador emérito de la BUAP, escribió al respecto:

Esa polémica es, como señala también Antonio Caballero en ese artículo verdaderamente antológico… producto de un desconocimiento que va de lo más superficial a lo más hondo. Por lo que sé, en el ruedo no se mata por matar, no se mata por deporte o diversión. Se mata precisamente para no diversificar, para que la atención no se vierta fuera sino para que quede retenida en ese punto oscuro, inevitable. Se va en pos de la muerte para hacerla el momento de un  estremecimiento central. Es una muerte profundamente erótica, de un erotismo espectacular. El sacrificio ceremonial, en todas las culturas, siempre ha sido un espectáculo, una mostración de lo misterioso en la que se reúnen lo erótico con lo tanático. Se trata de una muerte por representación. El que se sacrifica, el que es sacrificado, está ahí en lugar de un otro, de un colectivo cuya vida se quiere preservar. Una muerte que también es una redención.

Sólo que en el caso del toreo hay algo que me llama la atención porque, hasta donde sé, me parece un rasgo peculiar, sólo en él presente: la distancia entre el sacrificador y el sacrificado se acorta y aun se adelgaza al punto de que los roles pueden invertirse. El torero nunca está seguro de que matará al toro. Yo he leído relatos literarios que enfatizan el miedo del torero. El torero puede ser herido o puede morir en el ruedo, y éste es un detalle no menor que alimenta la tensión del espectáculo y que, al menos para mí, conduce a un punto oscuro. ¿Por qué se ha abolido la garantía de supervivencia del sacrificador, de ése que, en principio, está ahí para sacrificar y no para ser sacrificado? ¿Por qué se ha operado este desplazamiento? El toreo, digo yo, nos podría plantear esa enorme, esa radical pregunta.

Por otra parte, ignorante como soy de estas cosas, a menudo me ha llamado la atención que cuando se habla de ese evento cultural al que nunca se sabe si encasillarlo en el género de los deportes o el de los espectáculos, se habla de «los toros», «el toreo», «la fiesta brava», siempre acordándole el protagonismo esencial al toro, no al torero; ni siquiera repartiéndolo entre ambos… Los toreros tienen nombre y apellido, los toros un apodo efímero. Y sin embargo son los toros, es el toro con su fuerza tremenda y su tremenda belleza, es el toro con su turbulenta pasión, un toro que llega desde una remota antigüedad representado en la piedra o en el hierro, el que conmueve y se lleva la fiesta.


… El hombre frente al toro, el hombre frente a la fuerza, la belleza y aun la pasión de la naturaleza que quiere permanecer. El torero sale a matar pero teme, teme equivocarse, pone en riesgo su vida. ¿Algo en ese temor del torero no nos hará preguntarnos si en el comienzo de los comienzos hubo quizá un equívoco, si el hombre no será un ser equivocado? Todo lo pienso, claro, desde mi escritorio, porque desgraciadamente yo no soy un aficionado a la fiesta brava. Pero mucho hay que aprender de ella.”

Así habló –palpitó, pensó, escribió— Raúl Dorra Zach, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, humanista ejemplar, poeta de las letras y de la vida, amigo y maestro inolvidable.

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