Artículo de la Revista Jornada Taurina Edición No. 59 Junio 2016

El torcido destino de El Pana

Por: Carlos Horacio Reyes Ibarra

Guadalajara y Apizaco acompañaron el féretro de El Pana hasta sus plazas de toros para rendirle un último tributo. En la corrida isidril del jueves 3, en Las Ventas, se guardó un sentido minuto de silencio por el torero recién fallecido.

Rodolfo Rodríguez González es el quinto matador de toros mexicano muerto como consecuencia de un percance ocurrido en el ejercicio de su profesión. Y, con 64 años, el más veterano de esa lista trágica.

Su muerte estuvo envuelta en un crudo patetismo: el mes de agonía, la debatible diligencia médica para reanimarlo dos veces –tras sendos paros respiratorio y cardiaco—, alargando la agonía de un hombre plenamente consciente, que sabía irreversible la tetraplejía a que lo condenó el violento volteo de “Pan Francés”, aquel castaño capacho de Guanamé, en la modesta placita duranguense de Ciudad Lerdo, y, finalmente, la humanitaria postura de no revivirlo tras el tercer y definitivo paro que se adoptó en el hospital tapatío donde este 2 de junio, un mes y un día después de su cogida, acabaron los días del tormentoso y atormentado espada.

Humanitaria decisión, acorde del todo con los valores subyacentes a la tauromaquia, ese canto a la vida entonado al filo de la muerte.

Asombra, no obstante, la brutal indiferencia de los medios nacionales –el Esto, la relativa excepción– ante el trágico final de la pintoresca historia del Brujo de Apizaco, rica en los avatares y vicisitudes más diversos, como corresponde al torero contracultural por excelencia, cuya misma heterodoxia supuso una fulgurante llamarada de luces y sombras, efímera y alguna vez fétida pero también alucinante y forzosamente ilusionante en tiempos de atroz agonía taurina.

Repudiado por la cátedra, frenado en su desbocada belicosidad y recurrentes exabruptos por los mandamases del negocio taurino en México, emergido de las tinieblas para escenificar en la Monumental cazuela una tarde histórica el día de su presunta retirada, protagonista alternativamente victorioso y derrotado de una larga lucha contra los demonios del alcohol y su tenaz inquina al poder.

Dicen que, ya en el lecho último,  había solicitado con la ardiente vivacidad que siempre tuvo en la mirada que le permitieran morir en paz, sin excluir al hacerlo alguna ráfaga de humor de su particularísimo sello. Si así fuera, qué bueno que encontró receptores sensibles a tan justa petición. La que al clausurar una vida aventurera y singular le abría las puertas de otra, serenamente integrada al cosmos.

Y qué triste que la noticia de su muerte haya sido noticia del día y objeto de tratamiento especial en países como Francia, España, Colombia, Perú e incluso Estados Unidos e Italia, pero no en México, donde la desdeñosa indiferencia y superficialidad de nuestros medios impresos y audiovisuales ilustra lo muy poco que importa y significa ya la tauromaquia para los responsables de tales órganos informativos. Reflejo –pero también una de las causas– de la precipitada desaparición del toreo del imaginario colectivo de este país.

Un oficio peligroso. De cerca de 400 víctimas humanas con registro en los anales de este juego mortal, los matadores de toros suman apenas medio centenar. Si descontamos las desgracias ocurridas cuando la ceremonia de la alternativa aún no estaba regulada, la cifra constatable se reduce a unos 40, aunque, razonablemente, haya que añadir a este recuento a ciertos espadas antiguos tan emblemáticos como José Cándido Expósito –el primero de ellos que perdió la vida en el ruedo (El Puerto de Santa María, 1771)–, Pepe Hillo –Joseph Delgado, que le dictó a su tocayo De la Tixera la primera Tauromaquia que se publicó, antes de sucumbir en las astas de “Barbudo”, de Peñaranda de Bracamonte (Madrid, 10.05.1801)–, el también mítico Curro Guillén, cuya muerte fue objeto de sentidos romances, (Ronda, 1820), y sin duda el cordobés Pepete, José Rodríguez y Rodríguez, tío abuelo de Manolete y primera víctima de un toro de Miura (Madrid, 1862). Apodo trágico éste de “Pepete”, pues los otros dos matadores que lo heredaran murieron por cornada: José Rodríguez Lavié (Fitero, 1899), y José Claro (Murcia, 1910).

Si somos puntillosos, al martirologio de diestros con alternativa tal vez haya que restar a los dos que habían renunciado a tal categoría cuando fueron alcanzados por la Parca: Félix Merino (Úbeda, 1927) y Manolo Montoliú (Sevilla, 1992).

Los más recientes. En el último tercio del siglo XX perdieron la vida los matadores José Mata (Villanueva de los Infantes, 1971), José Falcón (Barcelona, 1974), Francisco Rivera “Paquirri” (Pozoblanco, 1984), José Cubero “Yiyo” (Colmenar Viejo, 1985) y el maestro colombiano Pepe Cáceres (Sogamoso, 1987). De ellos, los tres últimos militaban en la primera fila, como otras celebridades, caídas también en poblaciones pequeñas, como Joselito El Gallo (Talavera de la Reina, 1920), Ignacio Sánchez Mejías (Manzanares, 1934) o Manuel Rodríguez “Manolete” (Linares, 1947).

Cinco mexicanos. Como ya se dijo, El Pana ha sido el quinto matador mexicano que un día entró en una plaza de toros para caer herido de muerte sobre sus arenas.

El primero fue Ernesto Pastor Lavergne, nacido en Ponce, Puerto Rico, de padre mexicano y madre francesa (06.04.1893). Criado y hecho torero en nuestro DF, era novillero puntero en España cuando Joselito El Gallo le dio la alternativa (Oviedo, 17.09.19) para convertirlo en su último ahijado antes de la tragedia de Talavera. Se la confirmó en Madrid el 30 de mayo siguiente Agustín García Malla en presencia de Paco Madrid, cartel poco acorde con sus méritos de torero elegante y dominador. Y luego de una triunfal temporada invernal en El Toreo –donde brilló al lado de los Gaona, Silveti y Sánchez Mejías—recibiría, en el propio coso madrileño de la carretera de Aragón, la cornada que lo llevo a la tumba, infligida por “Bellotero” del Marqués de Villagodio (05.06.21). Una muerte anacrónica, pues la herida habría sanado sin problemas de existir entonces los antibióticos.

Armando Pérez Gutiérrez –“Carmelo Pérez” en los carteles—ha sido el único genuino revolucionario del toreo nacido en México (Texcoco, 1908-Madrid, 1931). El hermano de Silverio irrumpió de golpe como el novillero sensación de 1929 y fue precipitadamente llevado a la alternativa… y a la tumba, cuando aún carecía de medios para defender su arriesgado estilo del ímpetu de las encastados astados de su tiempo. Cagancho lo doctoró dos veces en un lapso no mayor de siete meses, primero en Puebla –renunció a esa alternativa– y más tarde en El Toreo de la Condesa (03.11.29). El 17 de noviembre, “Michín”, de San Diego de los Padres, lo cogió de salida y se encarnizó de tal manera con el cuerpo inerme de Carmelo que le produjo siete cornadas, de las cuales la que le perforó la pleura no sanaría nunca. Se repuso penosamente y hasta volvió a torear, pero una neumonía relacionada con aquella herida gravísima finalmente le causó la muerte en una modesta pensión madrileña, el 18 de octubre de 1931.

Pocas manifestaciones de duelo tan multitudinarias ha vivido la ciudad de México como la que acompañó hasta el panteón Modelo los restos de Alberto Balderas, cogido y muerto el día anterior (29.12.40) por “Cobijero” de Piedras Negras. Contaba 30 años al morir, diez de alternativa (19.09.30: Morón de la Frontera, por Manolo Bienvenida con “Hocicudo” de Guasalest) y era de las primeras figuras del país y del elenco de la temporada 1940-41 cuya quinta corrida anunció la alternativa de Andrés Blando de manos de “El Torero de México”, que era como se conocía a Alberto. El toro fatal pertenecía a “Carnicerito”, el testigo, y Balderas intervino aleatoriamente entre el segundo y el último tercio de su lidia.

Por último, José González “Carnicerito de México”, tapatío de Tepatitlán, basaba su tauromaquia en alardes temerarios –sus pares en tablas gozaron el prestigio de lo inexplicable—y, habiendo sido doctorado en Murcia por Domingo Ortega con ganado de Miura (13.09.32), era ya un veterano escaso de contratos cuando le tocó cumplir el último de ellos, en Villa Vicosa, Portugal, el 14 de septiembre de 1947. Esa tarde, el toro “Sombreiro”, de Oliveira Irmaos, séptimo del festejo, le partió la femoral al pasarlo de muleta. Precariamente atendido pese a los desvelos de Conchita Cintrón, que figuraba en el cartel de la tarde fatal, falleció al día siguiente.

Españoles muertos en México. Pese a la escaso peligro y poder que tradicionalmente se ha atribuido en España a las reses del campo bravo nuestro, por lo menos tres matadores iberos –más un nutrido contingente de subalternos y aspirantes—ha perdido la vida por cornada en plazas mexicanas. Son éstos Bernardo Gaviño (Texcoco, 1883), Juan Jiménez “El Ecijano” (Guadalajara/Durango, 1899) y Antonio Montes (México DF, 1907).

Penosa caminata por el panteón taurino ésta a que nos ha llevado el deceso de El Pana, tal vez el último héroe romántico de una tauromaquia huérfana.

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FOTO EDMUNDO TOCA
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