Por: Víctor José López “El Vito”

Hace ya 50 años, cuando pisé por vez primera los escaños de los tendidos de la Plaza de Toros México, era entonces la Catedral del Toreo Americano. Recuerdo que vivíamos los venezolanos el mejor momento taurino jamás, y germinaba la diáspora taurina criolla, la que nada tiene que ver con el desesperado movimiento de emigración que padece la nación.

Antonio Velázquez me invitó desde el primer día que llegué a la inmensa urbe me agregara al grupo de amigos, aficionados y toreros que cada mañana se reunían en casa del doctor Hoyo Montes en un frontón. Allí, además de Velázquez, cada mañana acudían Luis Castro “El Soldado”, Antonio Toscano, un torero tapatío casado con una hermana de Manolo González, torero que llegó a tener buen cartel en Caracas.

Cada día iba Guadalupe, Mozo de Espadas de Velázquez que también lo fue de Carlos Arruza, a buscarme al Gillow, hotel donde me hospedaba en la Calle 5 de Mayo con Isabel la Católica muy cerca del Tupinamba, café muy taurino de aquel añorado México.

Descubrí en la oscuridad de mi ignorancia, en la luz de la tertulia en el frontón y en el café, las voces y sonidos que tenía la plaza México. Lo descubrí en los relatos de los amigos, en la misma plaza donde se realizaba una temporada de novilladas con festejos cada domingo.

Eran las expresiones de los “pelados”, de las peñas, de algún parroquiano entusiasmado o aburrido. Convertida en bagaje la experiencia, de aquella época a la actual me ha servido para comprender y entender el desarrollo de los toros en la Catedral.

Los mensajes saltaban de un tendido a otro, y con los años se convirtieron en lanzas de las pasiones. De todo esto creo haber aprendido, y si la lección no fue entendida si me ha servido para volver a ver y ser emotivamente partícipes – ahora por la televisión, que gracias a ese esfuerzo los venezolanos volvemos a ver corridas de toros en nuestros ostracismo.

Todo esto, respetuosamente expuesto amable lector, para poder decirle que siendo admirador de Morante de la Puebla mucho dudo haya sido la del sevillano su auténtica expresión, ya que, cual clineja, se lazaban unas a otras las expresiones de agrado o de rechazo que captaban los micrófonos en la transmisión.

Para alguno que otro expresión exponencial del buen gusto, para otros, la mayoría, simplemente turbia bobería frente al desrazado bovino.

No soy juez, pues confieso que a ratos disfruté pero en conclusión descubrí otro espectáculo muy distinto al tradicional mexicano. Sí, es algo nuevo. Un español diría que “descafeinado” porque el toro ha perdido autenticidad, dejó de ser el genuino toro bravo y el toro mexicano ya no es aquel que emocionaba provocando, cuando con él se creaba belleza, que la tierra crujiera.

Ahora los ruidos, los gritos, las expresiones de la Plaza México son otros. Dejaron atrás la gracia, ya no son profundos pues apenas rozan la vulgaridad de la superficie de lo que un día fue.

Joselito Adame pisó fuerte, pero como habría dicho aquel mi amigo Joel Marín “Tan corriente que pegaba toques”; y Javier El Calita dejó atrás toda la madurez con la que debía presentarse como defensor de una generación perdida.

Volveremos a soñar con el recuerdo.

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